sábado, 2 de mayo de 2020

GINOIDES XIII Be My Myth, I'll Be Your Sense

I .
 
El hielo empezaba a derretirse cuando me serví un licor claro, inaparente y barato, que no tenía ninguna gana de beber. Mis órdenes, sin embargo, habían sido claras. Medio vaso, hasta la última gota. Yo había intentado explicarle que nunca tomaba alcohol, y que lo que probablemente fuese una dosis inocua para sus antiguos compañeros a mí me iba a dejar tumbado. Insistió. Anestesia antes de la operación, dijo. Y a mí, comprometido como estoy con mi trabajo, no me quedó más remedio que acatar.

Sus pasos me sacaron de mis cavilaciones, y su impaciente carraspeo me sopló que era hora de tragar. Cogió la botella mientras yo cogía el vaso, me ofreció un brindis y un guiño y bebimos.

Efectivamente, fue terrible. Con su risa de fondo hice lo que pude para mantenerlo dentro, y disimulé mis arcadas. Inclinado como estaba sobre la mesa, tratando de devolver todo el sabor posible al vaso, sentí un líquido derramarse en mi cabeza.

—Pero qué…

—Cuánto drama, compañero —dijo entre risas, la botella ahora vacía en sus manos.

—¿Has acabado ya o tienes alguna otra botella de esa porquería que quieras vaciar en mi cabeza?

—Venga, venga, sé que se le coge el gusto enseguida, pero no está la vida como para andar desperdiciando.

—Podías haberme ahorrado el baño, entonces, no veo que fuera necesario...

—Imprescindible —interrumpió—. Y ahora prepárate, es hora. Has demostrado ser tan flojo como pareces. Veamos si eres igual de listo.

II .

Yo llevaba tras su pista unos meses, pero Henrietta me había conocido un par de semanas antes. Enseguida le caí en gracia, para mi gran asombro. Al fin y al cabo, no es habitual que la más prolífica estafadora del país te guiñe un ojo y te invite a cenar en el primer encuentro.

Lo que ocurrió en esa cena se contará en otra historia, pero sólo me gustaría apuntar que el tamaño de mi sorpresa disminuyó considerablemente a medida que pasaban los platos e iban desapareciendo todos los objetos de valor de la mesa, del restaurante y de mi persona. Tiempo después recuperé el reloj de mi padre, pero todo lo demás desapareció en las profundidades de su insultantemente diminuto bolso, y no se volvió a ver.

A lo largo de esas dos semanas observé a Henrietta y a Wyatt, su secuaz del mes, desde el asiento trasero del coche de huida. Ella me ignoraba la mayor parte del tiempo, pero de vez en cuando, especialmente después de algún comentario especialmente mordaz o golpe particularmente exitoso, se le escapaba una mirada en mi dirección, como para asegurarse de que tomaba nota de sus proezas.

No recuerdo el nombre real de Wyatt. Ella le llamaba así en memoria de un hámster particularmente estúpido que tuvo en su infancia. La última vez que le vi, el pobre hombre sangraba por un balazo en la pierna tras un trabajo mal acabado. Henrietta le acompañó al hospital, le robó la petaca y le dejó al cuidado de una enfermera medio sorda.

—Felicidades —me dijo cuando regresó al coche, donde yo esperaba—. Ahora eres el nuevo Wyatt.

—Me temo que no me entendió, señorita, yo sólo estoy aquí para observar…

—Uy señorita. Uy, lo que me ha dicho. Llámame Henny o no me llames —trago a la petaca—. Si quieres tu historia, tendrás que seguir mis normas. Ahora, pórtate bien y no rechistes. Tú conduces. Ya sabes a dónde ir.

Acto seguido, se tumbó en los asientos traseros, se quitó las botas —trago a la petaca— y cerró los ojos.

Este momento tuvo varias consecuencias, de distinto nivel de importancia. La primera, es que dejé de llamarle de usted. La segunda, es que me zambullí de lleno en el relato en el que más delitos he cometido, y más he puesto mi vida en peligro. La tercera, es que me metí en el coche y arranqué porque, efectivamente, ya sabía a dónde ir.

III .

—¡Wyatt!

Me costó una semana, y varios accidentes que llenaron mi cuerpo de morados y azules, aprender a reaccionar al nombre. En aquel pueblo había tocado boda, tercera variante. Debía de ser uno de sus golpes favoritos, porque en esos siete días lo habíamos perpetrado con éxito ya un par de veces. Henrietta, Henny, era una excelente actriz, y paciente también, pero enseguida descubrí que, si podía evitarlo, prefería minimizar el acto de novia enamorada. Supongo que por eso le gustaba tanto la variante tercera, en la que la boda acababa con disparos, mis manos estrangulando su cuello, y su puñal rompiendo cuidadosamente la bolsa de sangre falsa bajo mi camisa.

—Wyatt, por el amor de… ¿A qué estás esperando? ¡Arranca!

—Creo que estoy sangrando…

—Oh, vamos, basta de lloriqueos y conduce. Has sido un novio terrible, por poco lo estropeas todo. ¡En la tercera variante, además! La tercera es a prueba de idiotas, ¿sabes? Parece que no es a prueba de Wyatt, ¿eh? ¿qué crees que implica eso, Wyatt?

—Ni si quiera me llamo Wyatt…

—¡A prueba de Wyatt!

—Odio la tercera variante de boda. Tercera, tercera, tercera camisa arruinada, ¿eh? Más vale que tengas alguna de repuesto en ese estúpido bolso tuyo porque si no…

Henny puso los ojos en blanco con una mueca, y calló mis quejas con la radio. Yo seguí despotricando hasta que, de reojo, vi que se había quedado dormida, y me callé. Ahora que lo pienso, probablemente fingía.

IV .

Tres semanas después, llegó el momento de despedirse. Creo que no le hizo demasiada gracia, porque aún no había encontrado al siguiente Wyatt. Se me acercó con sorna y plantó un inesperado e incómodo beso en mi boca.

—Qué…

—Oh, Wyatt, no es nada personal —dijo con una media sonrisa—. Sabes que el asunto funciona mejor si hay un ápice de verdad en mi historia, y me será infinitamente más sencillo encontrar a tu sucesor con un chisme de mujer despechada que con el de una patrona en genuina busca de empleados.

—Eso es… eso es absurdo.

Suficiencia llegó a su sonrisa.

—Parece que al final has demostrado ser tan listo como pareces…

Dio media vuelta, y se fue. Con ella se llevó, igual de discretamente que siempre, la nueva cartera que había conseguido un par de pueblos atrás. Nada personal, y un cuerno.

V .

Durante el mes y medio que estuve con ella, nos casamos unas quince veces. Discutimos públicamente unas diez y celebramos mi funeral otras catorce, pero las bodas fueron mis favoritas. Aún hoy sigo sin entender del todo la mecánica de sus timos, pero su éxito quedó más que demostrado en todos y cada uno de los trabajos.

Incluso los que salieron mal.
Especialmente los que salieron mal.