Desde que la inocencia de Matthew salió a la luz, el teléfono no había dejado de sonar. La mayoría
eran periodistas, reporteros en busca de una exclusiva. Esas llamabas acababan
rápido, normalmente después de un par de gritos de Joseph recriminándoles su
hipocresía. Linda, su esposa, opinaba que estaba siendo demasiado duro con
ellos, y al fin y al cabo la prensa esgrimía en la pequeña ciudad un poder de
información considerable. Por eso, aunque ella también les guardaba rencor por
la manera en la que habían hablado de su hijo durante el juicio, procuraba
hacerse cargo de las llamadas para poder rechazar las entrevistas que les
ofrecían con algo más de tranquilidad, pero con la misma firmeza que su esposo.
También llamaron algunos vecinos y familiares. Linda y
Joseph no tenían una vida social demasiado extendida, y no eran cercanos ni a
unos ni a otros, así que no había problema en despacharlos sin miramientos en
cuanto empezaban a preguntar, sin duda atraídos por el morbo de haber conocido
a un criminal tan peligroso. No les importaba que el aplastante peso de las
pruebas hubiesen obligado al juez e incluso a la acusación a admitir que
Matthew era perfectamente inocente, ellos seguían no tan secretamente
emocionados por todo el bullicio mediático que el caso había supuesto para la
ciudad.
Un par de veces llamaron del juzgado, y de la penitenciaría.
De estas llamadas se encargó Joseph, porque Linda no tenía fuerzas (ni quería
tenerlas) para explicarle a nadie que no, no tenía ni idea del paradero de su
hijo, ni se había conseguido poner en contacto con él, y que desde luego no
sabían si iba a volver a casa, ni cuándo. Por tanto, Joseph se encargó de
hablar con el alcaide de la prisión, e incluso de ir a recoger los efectos
personales que Matthew había dejado allí. Cuando regresó a casa con ellos,
Linda se echó a llorar, y se negó a buscar respuestas en la caja de cartón que
contenía las pertenencias que su hijo había acumulado durante los tres años que
pasó en la cárcel.
Linda se preguntaba continuamente por qué seguía
respondiendo, si cada vez que colgaba el teléfono no podía contener las
lágrimas. Incluso Joseph, hombre parco en palabras y gestos, procuraba
confortarla después de cada llamada, susurrándole al oído frases alentadoras y
de esperanza, hasta que conseguía calmarla y convertir su llanto en silenciosos
sollozos. A veces incluso conseguía arrancarle alguna sonrisa recordándole historias
de su noviazgo. Pero esas historias siempre terminaban por llevarles a su boda,
y esa boda a Matthew, que había nacido año y medio después. Cuando llegaban a
ese punto, se quedaban los dos en silencio, abrazados en el sofá, con la mirada
fija en la descolorida alfombra en la que su hijo había pasado horas jugando
con sus dinosaurios de plástico.
Su hijo siempre había sido un chico solitario, desde
pequeño, por eso sus padres no se sorprendieron demasiado cuando, al llegar al
instituto, no hizo demasiados amigos. Habían intentado animarle a relacionarse
con sus compañeros, pero Matthew se había limitado a encogerse de hombros y a
asegurar que no necesitaba la compañía. Era tranquilo, no se metía en líos ni
fuera ni dentro de las clases, así que Joseph y Linda dejaron de preocuparse y
aceptaron sin más que su hijo no era como los demás.
La gente también lo había asumido, y no parecían tener
ningún problema con ello hasta muchos años después. Su hijo había acabado el
instituto y estaba trabajando con su padre cuando la policía llegó al taller en
el garaje de la casa familiar para detenerle. El juez había enviado
inmediatamente a Matthew a la cárcel tras un rápido juicio, y sus padres habían
quedado devastados, sin poder creerse que su niño hubiese sido capaz de cometer
crimen alguno.
Tres años y un nuevo departamento de policía después, sin
embargo, habían aparecido nuevas evidencias, suficientes para repetir el juicio
y para probar la inocencia de Matthew. Su salida de prisión fue tan repentina
como lo fue su ingreso, pero el joven no había vuelto a casa, y sus padres no
lo habían visto desde que el juez le dio permiso para ir libremente.
La prensa y los curiosos no cejaban en su empresa de
colapsarles la línea telefónica, pero habían pasado ya unas semanas, y debían
haber llegado a la conclusión de que incluso los padres de un exconvicto tienen
necesidad de descansar. Las llamadas comenzaron a limitarse de nueve de la
mañana a diez de la noche, un extraño último gesto de buena educación de
quienes habían dejado de tenerla desde el momento en que Matthew apareció en
los periódicos. Joseph se acostaba enseguida, pero a Linda cada vez le costaba
más conciliar el sueño, así que había comenzado a releer los libros que su hijo
había ido pidiendo por Navidad durante su infancia, que ahora cogían polvo en
un rincón de su habitación. Eran una colección de aventuras ingenuas llenas de
finales, y alejaban por un rato sus pensamientos de los lugares oscuros a los
que tendían a ir esos días.
Una noche de martes, mientras Linda leía, el teléfono sonó
con fuerza en el piso de abajo. Sobresaltada, miró al reloj y comprobó que
efectivamente eran más de las doce. A su lado, su marido roncaba ligeramente,
inmerso en un profundo sueño que le mantenía ajeno al estridente ruido. Linda
dejó el libro en la mesilla de noche, se calzó sus zapatillas de estar por casa
y bajó las escaleras con parsimonia. Tanta, que para cuando por fin acercó el
aparato a su mejilla sólo oyó el bip bip bip de la línea. Con un suspiro, colgó
y se dirigió a la cocina para beber agua antes de meterse definitivamente en la
cama.
El sonido le sorprendió de nuevo con el pie ya en el primer
escalón y la mano en la barandilla. Se giró lentamente, el fastidio impreso en
su cara, y miró fijamente al teléfono, casi esperando que el odio en sus ojos
lo asustara e hiciera callar, pero el aparato no se amedrentó y continuó con
sus fastidiosos gritos. Desde arriba llegó la voz de Joseph, impregnada de
sueño, que al encontrar vacío su hueco en la cama la llamaba. Linda se giró
resueltamente, dispuesta a ignorar la llamada y a volver con su marido, pero no
había subido más que tres peldaños cuando le embargó un extraño sentimiento de
culpa. Deshizo su ascenso, corriendo a coger el teléfono, y ante el silencio de
su interlocutor inició el dialogo con un "¿diga?".
Al otro lado de la línea, desde una destartalada cabina en
una gasolinera perdida en alguna carretera secundaria, un hombre joven de
aspecto algo demacrado respondió, con lágrimas en los ojos.
Los viajes en metro siempre son bastante fructíferos, y hoy me ha dado por pensar. No soy una persona dada a seguir mis impulsos (si lo fuera, probablemente me quedarían a estas alturas pocas extremidades), pero hoy me he vuelto loca y en lugar de hacer el transbordo en Avenida de América lo he hecho en Nuevos Ministerios. Pero no es eso de lo que quería hablaros hoy. Hoy quiero hablaros de... bueno, de otra cosa.
A veces crees que conoces a alguien y, de repente, te sorprende. No es que yo sea especialmente buena clasificando a la gente, pero no sé, se supone que la intuición femenina existe. Bueno, pues no es así, al menos en mi caso.
Y no es que una sorpresa sea algo malo de por sí, es que es desconcertante no dar ni una.
Quizá sea mi culpa. Quizá no es bueno que pase las noches planeando escenarios, inventando introducciones, nudos y desenlaces de situaciones más bien poco probables, basándome en lo que creo saber (o mejor, en lo que me gustaría saber) de las personas de mi vida. Quizá no sea ni siquiera sano, dado que llego a soñar haber vivido cosas con personas con las que el tiempo, la evidencia y la oportunidad ha dejado claro que sería imposible vivirlas.
Creo que ni una sola de mis "predicciones" se ha hecho realidad, y no sé por qué sigo sorprendiéndome de que esto sea así. No puedo evitar seguir haciéndolas, sin embargo, ya que tengo la suerte y desgracia de contar con una imaginación salvaje y extremadamente potente, capaz de generar impresionantes niveles de detalle tanto en los sueños como en las elucubraciones diarias.
Más de una vez, y soy consciente de cómo suena lo que voy a decir, me ha costado distinguir fantasía y realidad. Más de una vez he despertado con un susurro aún en los oídos, con una imagen grabada en la retina, con una nueva historia en común con alguien, para luego descubrir, cuando el sueño se va retirando (un poco como las olas, que no acaban de irse nunca), que todo ha ocurrido sólo en mi cabeza. Y a la mañana siguiente, en el mundo real, encontrarme con el otro protagonista de la noche anterior y no saber qué decir, no saber cómo actuar, porque comparten cara y nombre, pero nada más.
¿Sabéis qué es lo peor? Aunque la parte más pragmática de mí ya tiene asumido todo esto, y un firme propósito de enmienda, todas estas buenas intenciones se quedan en polvo. Y es que esa pragmática parte es la más superficial, la que con el más suave soplo se resquebraja, la que sólo oculta, o lo intenta, a la ingenua niña pava que llevo siendo toda la vida, y que no tan secretamente sigue pensando muy fuerte las cosas con la esperanza de que se hagan reales.
Os confesaré que esto empezó a escribirlo mi yo más racional, pero que ahora mismo es, digamos, el corazón el que habla. Y es que esto, que iba a ser un manifiesto realista, se ha convertido en un desesperado grito de socorro. Esto es para ti, para vosotros, para los que no actuais como mi instinto (o mi guión) dice que deberían hacerlo. Esto es vuestra última oportunidad de hacerlo "bien" y cumplir mis expectativas que a decir verdad no son especialmente exigentes. Sólo son... distintas.
Habían pasado horas desde el medio día, y el sol había
acariciado mi nuca durante todo mi viaje. En las orillas del camino aún
quedaban restos de la nieve que todavía resistía a la llegada de la primavera,
y que convivía con las primeras flores de la estación. Cuando llegué, toda la
tribu me esperaba en un espacio entre varias tiendas, con pretensiones de
plaza. Unos cuarenta o cincuenta pares de ojos pardos me observaban con una
expresión entre la curiosidad y el recelo. En seguida una anciana se adelantó,
flanqueada por media docena de jóvenes de largos cabellos rubios. Se presentó
como la madre de la aldea, la matriarca, la líder del pueblo a todos los
efectos. Su piel era tan pálida como la del resto de la tribu pero sus ojos,
que en su juventud debieron ser igual de oscuros que los demás, ahora miraban
con un claro azul, vidrioso y frágil.
La anciana me saludó con la fórmula típica entre los pueblos
del valle, y después dijo unas palabras que no entendí, probablemente en el
dialecto de la tribu. Respondí en la lengua común, y ella asintió con gesto
amable, dando a entender que comprendía y no daba importancia a mis titubeos
con el idioma. Una vez intercambiadas las cortesías, los vecinos empezaron a
perder interés, y volvieron a sus tareas. Sólo algunos niños seguían mirando,
señalando mi cabeza y haciendo gestos de asombro. Probablemente fuese el primer
forastero al que habían visto, y en una región de cabellos lacios y claros, mis
rizos castaños causaban confusión entre los más jóvenes.
Una de las muchachas de su modesta comitiva tomó mi morral,
otra tomó mi cayado, y una tercera me hizo una seña para que la siguiese. Me
llevó hasta el interior de una de las tiendas más alejadas, y con pocas
palabras me indicó que debía asearme y ponerme cómodo antes de que la Madre me
visitara. En cuanto salió, apresuradamente, de la tienda, tuve la oportunidad
de observar con más detenimiento la oscura estancia. Un lecho de pieles ocupaba
la esquina más alejada de la entrada, resguardado por un par de muebles de
madera toscamente tallada. Sobre uno de ellos descansaba una lámpara de aceite,
y sobre el otro mi exiguo equipaje. Al fondo, oculto a la vista por una cortina
colgada de uno de los nervios de la tienda, encontré un barreño con agua
templada. Cambié mis ropas y lavé mis pies con presteza, y salí para
encontrarme de nuevo con la anciana. A la entrada de la tienda me esperaba otra
muchacha, que en silencio me condujo hasta la choza de la matriarca, la única
construcción de madera y roca del poblado, cubierta con un grueso tejado de
paja.
Una voz me invitó a pasar, pero mi joven guía se quedó en el
exterior. La única luz procedía de un afilado fuego que se resguardaba en una
chimenea de piedra en el centro de la estancia. A solas, la vetusta mujer
parecía haber perdido gran parte de su poderosa presencia, y su gesto, que
había sido serio pero amable, se tornó duro. En pocas palabras repitió las
circunstancias que me habían llevado hasta aquel lugar. Uno de los aldeanos más
jóvenes oyó hablar de un hechicero de tierras lejanas de un inusitado poder, y
la matriarca había decidido hacerle llegar un mensaje implorando su ayuda. Me
confesó que, por lo que había oído de mí, esperaba una presencia algo más
imponente, pero que si de verdad era capaz de socorrer a su pueblo las
apariencias poco importaban.
Por fin, empezó a hablar de lo que realmente me interesaba.
Con la brevedad narrativa que, al parecer, predominaba en estos lugares, me
contó que desde hacía años su tribu había sido atacada por un espíritu, un
espectro maligno. Al principio muchos valientes habían tratado de vencerlo,
pero los hombres no regresaban y las mujeres lo hacían entre delirios de locura
que las llevaban a la muerte a los pocos días. El ente se aparecía en lo más
cerrado de la noche, y atraía a las cazadoras rezagadas o a los pastores que
cuidaban sus rebaños. Nadie lo había visto y había vivido tiempo suficiente en
el mundo de los cuerdos para describirlo pero, en sus desvaríos previos a la
muerte, las supervivientes hablaban sobre piel atizonada y ojos de tormenta.
Mi misión sería sencilla pero, probablemente, poco exitosa.
Debía encontrar al espíritu y alejarlo de las tierras de los vivos, devolverlo
a su morada en el inframundo y regresar a la aldea triunfante para recibir la
recompensa acordada. Fingí regatear, el premio me importaba bien poco, pero no
quería dar explicaciones sobre mis motivos. Cuando finalmente pactamos una
retribución que nos satisfizo a ambos, cerramos el acuerdo, y me hizo saber que
una comitiva me guiaría hasta el pie del monte en el que, según las
habladurías, habitaba el ser. También me pidió discreción, puesto que no quería
alarmar más de lo necesario a los habitantes. Acabada nuestra conversación, me
condujo hasta un prado algo alejado, donde ya había preparado y servido un
festín en el que toda la aldea participó. No me quedé a ver las danzas ni a
escuchar los cantos, me disculpé enseguida y me retiré a mi tienda.
La mañana siguiente amaneció más fría que la anterior. Salí
de mi tienda, ya preparado, con los primeros rayos de sol, y me alegró
comprobar que mi escolta ya estaba lista, y esperándome, a la entrada del
pueblo. Partimos sin gran boato, después de unas palabras y de recibir la
bendición de la Madre, que recordó una vez más que aunque mi apariencia no era
la de un gran guerrero, guerreros habían sido los primeros en perecer en otras
ocasiones.
El monte al que nos dirigíamos no estaba muy lejos, pero nos
movíamos despacio y con numerosas paradas, como si una poderosa fuerza empujara
a mis compañeros de camino a alejarse, y no a avanzar hacia la montaña. La
lentitud de la marcha me permitió admirar el paisaje, que iba cambiando ante
mis ojos, transformando la suavidad del valle por lo abrupto de las montañas. A
los lados del camino, los pastos iban dejando paso a grandes árboles, de
troncos delgados pero firmemente anclados en la tierra. Cuando el último de los
hombres desapareció en un recodo del camino de vuelta a la aldea ya casi no
quedaba luz del sol. No me detuve a descansar, dispuesto a aprovechar hasta el
último minuto de luz. Cuando la negrura acabó por envolverme, con la luz de las
estrellas demasiado lejana para guiarme y la luna desaparecida por esa noche,
se hizo evidente que sería imposible continuar sin correr el riesgo de tropezar
y abrirme la crisma. Paré y, a tientas, encontré el que me pareció un buen
lugar para pasar las horas de oscuridad.
Me despertaron, en los ojos, las primeras luces filtradas
por las hojas de los árboles que sin pretenderlo se habían convertido en mi
dosel, y en los oídos una suave música que, una vez cumplida su misión de
sacarme del sueño, parecía ir alejándose, tentando a mi espíritu curioso a
seguirla. Eso hice, incorporándome enseguida y sin molestarme por sacudir de
mis ropas las cortezas y hojas que se me habían pegado durante la noche.
Perseguí a la música siempre ladera arriba, con la sospecha de que me llevaría
directamente a los brazos del espectro al que iba buscando. El sol se asomaba
sobre el horizonte cuando alcancé la cima, y me cegó por un momento. En cuanto
mi visión se adaptó pude por fin ver, recortada como una sombra en medio de
tanta luz, al objeto de mi búsqueda.
El espectro era una mujer, o al menos parecía serlo. Se
erguía regia, como una antigua diosa, en lo alto de la montaña. Tal y como
había oído en el pueblo, su piel era negra y sus ojos grises, pero nada me
hubiese podido preparar para la realidad de estos hechos. Su piel no era
simplemente oscura, no, era negra y brillante, como si una estatua de ónice
hubiese despertado a la vida y en sus ojos de cristal hubiera capturada una
tormenta.
De pronto se levantó un potente viento, y la túnica que cubría
su figura se tornó en llamas de plata que la envolvieron, bailando con sus
níveos cabellos.
Tan repentino como había llegado, el viento se marchó, y con
él la mujer, que pareció acabar de consumirse en el argentado fuego que la
había rodeado. Antes de desaparecer del todo, sin embargo, me dedicó una
sonrisa traviesa.
Pasé un par de días más en la montaña, esperando al momento
adecuado para volver al pueblo y anunciar un fracaso del que no estaba seguro.
Cuando por fin lo hice, la Madre no pareció sorprendida, ni siquiera
decepcionada, más bien resignada a vivir siempre con la sombra del miedo.
Agradecí a toda la tribu su hospitalidad, y me despidieron tan silenciosamente
como me habían recibido.
Durante los meses siguientes me dediqué a visitar otros
pueblos de la zona, y en todos me recibían con los mismos rumores que en el
primero, historias sobre un demonio que atraía a los hombres a la muerte y a
las mujeres a la locura. Hasta que, justo antes de dejar esa tierra
definitivamente, llegué a una aldea en la que me recibieron con extrañas
noticias. Al parecer, una mujer había conseguido vencer al espectro, atacándolo
con una antorcha hasta reducirlo a cenizas. La amenaza había acabado, y los
pueblos del valle respiraban tranquilos.
Yo, que sabía la verdad, tuve que ocultar una sonrisa. La
había llamado Venus, en mi cabeza, e igual que la diosa sobre la que tanto
había leído, estaba seguro de que esta otra Venus, mi Venus, iría ya en busca de algún otro pueblo al que
atormentar.