domingo, 1 de noviembre de 2020

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Y una mañana se despertó, y tuvo la certeza de ser la reina.

Y esa mañana, como todas las anteriores, se levantó de la cama y se cambió de calcetines, y se lavó la cara para reblandecer el sueño, y fue a abrir la ventana un ratito para que se escapase del todo.

Y mientras la abría, y pensaba mil excusas para no hacer la cama, y se le hacía la boca café de sólo pensar en el desayuno, vio a la gente en la calle, mirando hacia ella, expectantes, escépticos o esperanzados, y en silencio.

Y es que ella sabía que era la reina, y al parecer todos los demás lo sabían también. A todos les habían dado los buenos días la certeza, y algunos se quejaron, pero era difícil, era imposible que escaparan conociendo como conocían la verdad.

Y ella no sabía nada más, sólo eso, nada más, así que abrió mucho los ojos y miró de un lado a otro de la calle, buscando alguna pista, al apuntador que ese día probablemente había preferido seguir durmiendo, porque no aparecía por ninguna esquina.

Y enfrentada a la certeza, ella cerró la ventana de golpe y, como al sueño no le había dado tiempo a salir, volvió a meterse en la cama, sin cambiarse de calcetines.

Y cerró los ojos muy fuerte, pero seguía viéndolo todo, y buscó alguna distracción, pero sólo encontró ideas, y se tapó de pies a cabeza con su manta, pero el frío remolón no acababa de salir de la cama.

Y después de un rato pasándose la certeza de un lado a otro de la boca, el peor caramelo en la memoria, se resignó a su destino y una vez más se peló las sábanas, y se mojó el rostro, y se asomó a la ventana.

Y allí seguían todos, aún expectantes, aún escépticos, aún esperanzados, y entonces ella saludó, como saludan las reinas, y a cambio ellos saludaron también, y se oyeron vivas, vivas de fondo.

Y han pasado unos cuantos años, o meses, no lo recuerda ya, como tampoco recuerda cual fue su primera orden, ni su segunda. La tercera fue un café con mucha leche y poco azúcar.

Y todas las mañanas desde entonces lo ha pasado, como todas la anteriores mañanas, levantándose de la cama y cambiándose de calcetines, y lavándose la cara, y abriendo una ventana. Pero ahora otro estira las sábanas, y otro remienda los descosidos, y otro cambia las toallas, y otro cierra, diez minutos después.

Y aunque parezca absurdo sigue despertando con esa certeza todos los días, y todos los días se toma un café, y suspira melancólicamente, aunque eso sea más de princesas que de reinas, y arruga el entrecejo porque no entiende nada.

Y yo tampoco entiendo nada.

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