viernes, 24 de agosto de 2012

De los nombres.




¿Sabéis cuando empezáis a escribir una historia y llegáis al incómodo momento de poner nombre al protagonista? ¿No? Entonces las cosas me van peor de lo que creía. Los nombres dicen mucho sobre un personaje, y no puedo evitar buscar los más extraños, aquellos de los que nunca conocí a un dueño. Es difícil separar a los nombres de las personas que los llevan, sobre todo si despiertan en ti sentimientos hostiles. ¿No os pasa?

Es una gran responsabilidad darle un nombre a alguien que ha salido de tu imaginación. No lo sabes las primeras veces que piensas en el, pero llegarás a conocerlo mejor que a ti mismo. Al fin y al cabo, lo has creado tú. Llega un momento en el que sabes cómo acabará su historia, pero no, no puede ser verdad, tiene que haber alguna forma… ¿Cómo va a ser la heroína de tu cuento una niñata histérica, caprichosa e impaciente, y con tendencias suicidas?

Al final tienes que acabar aceptándolo. Mejor dicho, aceptando que los demás tendrán que aceptarlo. Y es que, ¿quién no ha sentido vergüenza de lo escrito al enseñárselo a los demás? ¿Podrán entender los motivos de la joven del vestido azul? ¿Entendieron acaso a la gitana, carne verde, pelo verde, que se mecía sobre el rostro del aljibe? No, porque tú no eres Lorca, y esto no es así de fácil, ¿verdad?

Y mientras tanto, el joven amor del inspector, la chica de la habitación naranja, sigue sin nombre, y secretamente sospecho que hace ya mucho tiempo que abandonó las esperanzas de llegar a conseguir uno.

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