¿Sabéis cuando empezáis a escribir una historia y llegáis al
incómodo momento de poner nombre al protagonista? ¿No? Entonces las cosas me
van peor de lo que creía. Los nombres dicen mucho sobre un personaje, y no
puedo evitar buscar los más extraños, aquellos de los que nunca conocí a un
dueño. Es difícil separar a los nombres de las personas que los llevan, sobre
todo si despiertan en ti sentimientos hostiles. ¿No os pasa?
Es una gran responsabilidad darle un nombre a alguien que ha
salido de tu imaginación. No lo sabes las primeras veces que piensas en el,
pero llegarás a conocerlo mejor que a ti mismo. Al fin y al cabo, lo has creado
tú. Llega un momento en el que sabes cómo acabará su historia, pero no,
no puede ser verdad, tiene que haber alguna forma… ¿Cómo va a ser la heroína de
tu cuento una niñata histérica, caprichosa e impaciente, y con tendencias
suicidas?
Al final tienes que acabar aceptándolo. Mejor dicho,
aceptando que los demás tendrán que aceptarlo. Y es que, ¿quién no ha sentido
vergüenza de lo escrito al enseñárselo a los demás? ¿Podrán entender los
motivos de la joven del vestido azul? ¿Entendieron acaso a la gitana, carne
verde, pelo verde, que se mecía sobre el rostro del aljibe? No, porque tú no
eres Lorca, y esto no es así de fácil, ¿verdad?
Y mientras tanto, el joven amor del inspector, la chica de
la habitación naranja, sigue sin nombre, y secretamente sospecho que hace ya
mucho tiempo que abandonó las esperanzas de llegar a conseguir uno.
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