Era una cálida mañana de verano en la cocina del
quinto izquierda. Por la ventana del patio interior, adornado con banderines y
guirnaldas recién salidas de la lavadora, entraba una luz que aclaraba la
penumbra de la habitación, iluminando como un foco su centro y manteniendo en
las sombras el resto de la estancia, desde donde los electrodomésticos
conspiraban para hacerse con el rayo de fotones.
Y es que a pesar del aspecto apacible que la estampa
veraniega ofrecía, reinaba en la cocina una tensión que ni el más avezado de los cuchillos expuestos allá
en el soporte de madera había logrado cortar. Comunicándose unos con otros
mediante el leve ronroneo que les caracteriza, reclamaban el derecho que cada
uno consideraba propio.
– Yo quiero ver si con suerte consigue desatascar el
dichoso tenedor que aún se clava en mi garganta –decía el lavavajillas, que no
tenía mucha idea de mecánica, porque a fuerza de lavar platos, se le había
lavado también el cerebro.
– ¡Qué tontería! Para mí es indispensable –reclamaba
el horno–, ya que la poca energía calorífica que recibo debo cedérsela a los
comistrajos que meten en mi barriga.
Estas discusiones poco acaloradas, aunque ganas de
subir la temperatura no faltaban, se congelaban con la intervención de la mole
blanca de la nevera, equivalente moderno a los naturales paquidermos, que
lideraba la agrupación insurgente sin opositor alguno. Todos habían visto como
a diario el frigorífico era expoliado, extrayéndose de él sus más preciados
bienes, sus hijos casi, a quienes había protegido y mantenido a salvo de los
peligros del mundo exterior. Cada jornada, con la boca abierta, observaba
impotente cómo sus pupilos eran arrancados de sus entrañas.
La dureza de su rutina había transformado al capitán
de los rebeldes en una máquina fría, rencorosa y ávida de venganza que luchaba
por los rayos de luz que envenenarían los tesoros que, tarde o temprano, serían
robados. El resto no dudaba en seguir sus órdenes que, a pesar de su
brillantez, nunca daban fruto.
Ajena al odio y envidias que despertaba entre sus
vecinos, una mesa ocupaba el lugar privilegiado. Era pequeña, cuadrada y de
patas torneadas, fabricada de madera blanca pintada y coronada por un coqueto
mantel a cuadros, sobre el que reposaba un gran cuenco repleto de frutas.
Había uvas, verdes y brillantes hijas de la parra,
que refrescaban con su jugo a cualquier garganta que solicitase su ayuda. Había
ciruelas dulces y blandas, y también un par de exóticos kiwis, que no se
atrevían a quitarse sus abrigos de piel por miedo a acatarrarse, acostumbrados
como estaban a los climas tropicales. Media sandía, envuelta en plástico
transparente que le ayudaba a sudar y a perder peso más rápido, tomaba el sol
con la esperanza de broncearse, pero sólo conseguía quemarse entera y ponerse
colorada.
Apenas visible tras semejante despliegue frutícola
se ocultaba aquel día un melocotón tan tímido que maldecía el estar en un
recipiente circular como aquél, sin esquinas donde esconderse. Sus compañeros
melocotones ya habían abandonado el nido, en busca de aventuras, pero él, que
era el más joven, no había tenido aún el valor de decidirse.
El pequeño melocotón nunca había soportado la
pelusilla suave que lucían los de su especie, y por ello había rehuido toda
relación con sus semejantes. Ya allá en el árbol había procurado alejar lo más
posible su rama de las demás, y el momento de la recolección fue una verdadera
tortura para él, no ya por verse forzado a abandonar su hogar o por el trato
brusco que recibió de la empresa de mudanzas, sino por el continuo, el
constante contacto con ese terciopelo del que, en general, todos los
melocotones se sienten orgullosos.
Llevaba ya cerca de una semana viviendo en esa
cocina, y había tenido la oportunidad de conocer a una gran variedad de frutas,
los vecinos del quinto tenían fama de llevar una vida sana y de seguir una
dieta equilibrada, con las cinco piezas reglamentarias por día. Además de las
ya citadas, que presumiblemente cumplían sólo una función decorativa por la
vistosidad de sus colores, habían pasado por el frutero peras, plátanos y medio
quilo de manzanas.
Aún recordaba cómo éstas cayeron como una cascada
sobre él, entrando triunfalmente en el recipiente, y casi aplastándole. Fueron
inútiles sus esfuerzos por retroceder hacia el fondo, y una manzana roja y
brillante fue a chocarse con él.
Si el melocotón hubiese tenido nariz, hubiera
contenido la respiración, pero como carecía de ella, no pudo hacerlo. La
esencia del nuevo fruto golpeó todos sus sentidos, sean cuales sean los
sentidos de un melocotón, y pudo percibir su olor embriagador y dulzón y, sobre
todo, su piel suave y lisa que le rozaba tímidamente, que rozaba la perfección.
No podía creerlo.
Desde aquél preciso momento, el melocotón deseó
convertirse en manzana para disfrutar de aquella tersura y olvidar para siempre
esa infinidad de pelos que rodeaban su cuerpo. Durante cada instante que pasó
la fruta carmesí en el cuenco, el melocotón se pegó a ella sin alejarse ni un
milímetro. Ella, incómoda pero incapaz de alejarse, lanzaba miradas de socorro
a sus hermanas, que reían al verla en tan comprometida situación.
Un lunes, la manzana acompañó a la hija menor de los
vecinos del quinto izquierda a las clases de dibujo a las que acudía cada semana.
Ya sabían sus hermanas de las inquietudes artísticas de la fruta, pero aún así
se pusieron tristes, y en la despedida lanzaron las últimas bromas para alejar
ese sentimiento.
Haciendo caso omiso a las burlas, emocionada por su
inminente viaje y aliviada por librarse de la inquietante compañía, la manzana
se acomodó en el bolsillo de la joven y se preparó para vivir mil aventuras.
El melocotón lo observó todo desde su muda posición,
sintiendo como su corazón se rompía en mil pedazos. Lloró en silencio por la
pérdida, y juró que ahora que sabía que existían en el mundo pieles dignas de
tal nombre, no cejaría hasta encontrar
la forma de cambiar la suya.
De todo esto hacía ya unos tres días, y aún no había
tenido el pobre oportunidad para llevar sus planes a buen puerto. Pero esa
cálida mañana de verano, cuando aún toda la casa dormía y se habían apagado
momentáneamente los murmullos de traición, el melocotón encontró el momento
perfecto.
Trepó con dificultad por el lado curvo de su hogar,
y cuando llegó a la cima se dejó caer sobre la mesa. No tenía claro su objetivo,
pero al ver el fregadero decidió dirigirse hacia allí para quitarse con el agua
el sudor del esfuerzo. Todo el mundo sabe que los melocotones son unos
excelentes saltadores de longitud y haciendo honor a ello efectuó aquel día un
brinco que, de haber sido presentado a un jurado olímpico, hubiese batido todos
los records.
Pero no era la gloria deportiva lo que anhelaba el
melocotón, así que no concedió demasiada importancia a su hazaña y continuó
rodando por la encimera. Llegó por fin a la pila, donde descansaba un barreño
lleno de agua. Reflejado en la superficie, pudo apreciar por primera vez sus
formas y colores como los demás le veían, pero este cambio de perspectiva no
hizo que cambiase su percepción de sí mismo, sino que le enfureció descubrir
que incluso de lejos y en penumbra, podían verse sus malditas barbas.
Así que, sin ponerlas siquiera a remojar, aferró un
cuchillo que se secaba en el escurridero y se deshizo de esos pelos que
arrastraba desde niño. Poco a poco, a medida que la peculiar navaja avanzaba
por su rostro, fue apareciendo en él una sustancia dulzona al gusto y al
olfato, resbaladiza, que hasta ese momento se escondía tras la piel del
melocotón.
Cuando acabó su faena, acarició su cara
cautelosamente para valorar los resultados, y por primera vez en su vida pudo
el melocotón hacerlo sin causarse repulsión, ya que aunque sabía que la carne
viva no es piel, la prefería mil veces. No pudo contener una lágrima de almíbar
que recorrió su mejilla y fue a fundirse con el agua del barreño. Todo estaba
bien, al fin.
Mientras el melocotón sonreía en la cocina, en una
de las habitaciones se abrieron un par de ojos, cuya mirada primera fue para el
reloj, que ya marcaba más de las nueve. Aunque al principio entrecerrados, poco
a poco fueron acostumbrándose a la luz que se adivinaba tras la persiana
bajada. Lentamente, Malena salió de la cama y se metió en la ducha, lanzando
mil bendiciones al agua fría que brotaba del grifo. Después, se puso la ropa,
se acicaló frente al espejo y se dirigió a la cocina.
En contraste con el resto de la casa, sumida en las
tinieblas todavía, en la cocina parecía brillar el aire. Una mezcla de olores
de desayunos de verano se colaba por la ventana abierta de par en par, que
invitaba con los brazos abiertos a entrar a la fresca brisa matutina.
La nevera contuvo el aliento cuando se abrió su
puerta. Pese a su aparente impasibilidad, sintió su motor desfallecer mientras
la joven escogía el que sería su almuerzo. El resto de electrodomésticos
miraban expectantes también, aguardando la reacción de su líder ante delito
atroz, que no era nuevo. No acababa de decidirse cuando descubrió el discreto
melocotón que, a duras penas, había conseguido deshacerse del arma del crimen,
y reposaba con aspecto inocente a orillas del fregadero.
Malena sonrió e, ignorante de que momentos antes su
cocina era una barbería, agradeció mentalmente que su padre se hubiese acordado
de ella antes de partir hacia la oficina. Tomó un cuchillo y un plato y se
sentó en la mesa para disfrutar de aquel dulce desayuno. Su sorpresa fue
mayúscula cuando, al llegar al hueso de la noble fruta, lo encontró hecho
pedazos.
Sublime ''Su sorpresa fue mayúscula cuando, al llegar al hueso de la noble fruta, lo encontró hecho pedazos.''
ResponderEliminarNo dejes de escribir nunca.
En serio, es genial en todas sus partes.¡Qué imaginación tan portentosa!
ResponderEliminarMuchísimas gracias a todos :)
ResponderEliminarMuy bueno ;)
ResponderEliminar