jueves, 25 de abril de 2013

El melocotón que se peló a si mismo. Concurso literario 2013




Era una cálida mañana de verano en la cocina del quinto izquierda. Por la ventana del patio interior, adornado con banderines y guirnaldas recién salidas de la lavadora, entraba una luz que aclaraba la penumbra de la habitación, iluminando como un foco su centro y manteniendo en las sombras el resto de la estancia, desde donde los electrodomésticos conspiraban para hacerse con el rayo de fotones.

Y es que a pesar del aspecto apacible que la estampa veraniega ofrecía, reinaba en la cocina una tensión que ni el  más avezado de los cuchillos expuestos allá en el soporte de madera había logrado cortar. Comunicándose unos con otros mediante el leve ronroneo que les caracteriza, reclamaban el derecho que cada uno consideraba propio.

– Yo quiero ver si con suerte consigue desatascar el dichoso tenedor que aún se clava en mi garganta –decía el lavavajillas, que no tenía mucha idea de mecánica, porque a fuerza de lavar platos, se le había lavado también el cerebro.

– ¡Qué tontería! Para mí es indispensable –reclamaba el horno–, ya que la poca energía calorífica que recibo debo cedérsela a los comistrajos que meten en mi barriga.

Estas discusiones poco acaloradas, aunque ganas de subir la temperatura no faltaban, se congelaban con la intervención de la mole blanca de la nevera, equivalente moderno a los naturales paquidermos, que lideraba la agrupación insurgente sin opositor alguno. Todos habían visto como a diario el frigorífico era expoliado, extrayéndose de él sus más preciados bienes, sus hijos casi, a quienes había protegido y mantenido a salvo de los peligros del mundo exterior. Cada jornada, con la boca abierta, observaba impotente cómo sus pupilos eran arrancados de sus entrañas.

La dureza de su rutina había transformado al capitán de los rebeldes en una máquina fría, rencorosa y ávida de venganza que luchaba por los rayos de luz que envenenarían los tesoros que, tarde o temprano, serían robados. El resto no dudaba en seguir sus órdenes que, a pesar de su brillantez, nunca daban fruto.

Ajena al odio y envidias que despertaba entre sus vecinos, una mesa ocupaba el lugar privilegiado. Era pequeña, cuadrada y de patas torneadas, fabricada de madera blanca pintada y coronada por un coqueto mantel a cuadros, sobre el que reposaba un gran cuenco repleto de frutas.

Había uvas, verdes y brillantes hijas de la parra, que refrescaban con su jugo a cualquier garganta que solicitase su ayuda. Había ciruelas dulces y blandas, y también un par de exóticos kiwis, que no se atrevían a quitarse sus abrigos de piel por miedo a acatarrarse, acostumbrados como estaban a los climas tropicales. Media sandía, envuelta en plástico transparente que le ayudaba a sudar y a perder peso más rápido, tomaba el sol con la esperanza de broncearse, pero sólo conseguía quemarse entera y ponerse colorada.

Apenas visible tras semejante despliegue frutícola se ocultaba aquel día un melocotón tan tímido que maldecía el estar en un recipiente circular como aquél, sin esquinas donde esconderse. Sus compañeros melocotones ya habían abandonado el nido, en busca de aventuras, pero él, que era el más joven, no había tenido aún el valor de decidirse.

El pequeño melocotón nunca había soportado la pelusilla suave que lucían los de su especie, y por ello había rehuido toda relación con sus semejantes. Ya allá en el árbol había procurado alejar lo más posible su rama de las demás, y el momento de la recolección fue una verdadera tortura para él, no ya por verse forzado a abandonar su hogar o por el trato brusco que recibió de la empresa de mudanzas, sino por el continuo, el constante contacto con ese terciopelo del que, en general, todos los melocotones se sienten orgullosos.

Llevaba ya cerca de una semana viviendo en esa cocina, y había tenido la oportunidad de conocer a una gran variedad de frutas, los vecinos del quinto tenían fama de llevar una vida sana y de seguir una dieta equilibrada, con las cinco piezas reglamentarias por día. Además de las ya citadas, que presumiblemente cumplían sólo una función decorativa por la vistosidad de sus colores, habían pasado por el frutero peras, plátanos y medio quilo de manzanas.

Aún recordaba cómo éstas cayeron como una cascada sobre él, entrando triunfalmente en el recipiente, y casi aplastándole. Fueron inútiles sus esfuerzos por retroceder hacia el fondo, y una manzana roja y brillante fue a chocarse con él.

Si el melocotón hubiese tenido nariz, hubiera contenido la respiración, pero como carecía de ella, no pudo hacerlo. La esencia del nuevo fruto golpeó todos sus sentidos, sean cuales sean los sentidos de un melocotón, y pudo percibir su olor embriagador y dulzón y, sobre todo, su piel suave y lisa que le rozaba tímidamente, que rozaba la perfección.

No podía creerlo.

Desde aquél preciso momento, el melocotón deseó convertirse en manzana para disfrutar de aquella tersura y olvidar para siempre esa infinidad de pelos que rodeaban su cuerpo. Durante cada instante que pasó la fruta carmesí en el cuenco, el melocotón se pegó a ella sin alejarse ni un milímetro. Ella, incómoda pero incapaz de alejarse, lanzaba miradas de socorro a sus hermanas, que reían al verla en tan comprometida situación.

Un lunes, la manzana acompañó a la hija menor de los vecinos del quinto izquierda a las clases de dibujo a las que acudía cada semana. Ya sabían sus hermanas de las inquietudes artísticas de la fruta, pero aún así se pusieron tristes, y en la despedida lanzaron las últimas bromas para alejar ese sentimiento.

Haciendo caso omiso a las burlas, emocionada por su inminente viaje y aliviada por librarse de la inquietante compañía, la manzana se acomodó en el bolsillo de la joven y se preparó para vivir mil aventuras.

El melocotón lo observó todo desde su muda posición, sintiendo como su corazón se rompía en mil pedazos. Lloró en silencio por la pérdida, y juró que ahora que sabía que existían en el mundo pieles dignas de tal nombre,  no cejaría hasta encontrar la forma de cambiar la suya.

De todo esto hacía ya unos tres días, y aún no había tenido el pobre oportunidad para llevar sus planes a buen puerto. Pero esa cálida mañana de verano, cuando aún toda la casa dormía y se habían apagado momentáneamente los murmullos de traición, el melocotón encontró el momento perfecto.

Trepó con dificultad por el lado curvo de su hogar, y cuando llegó a la cima se dejó caer sobre la mesa. No tenía claro su objetivo, pero al ver el fregadero decidió dirigirse hacia allí para quitarse con el agua el sudor del esfuerzo. Todo el mundo sabe que los melocotones son unos excelentes saltadores de longitud y haciendo honor a ello efectuó aquel día un brinco que, de haber sido presentado a un jurado olímpico, hubiese batido todos los records.

Pero no era la gloria deportiva lo que anhelaba el melocotón, así que no concedió demasiada importancia a su hazaña y continuó rodando por la encimera. Llegó por fin a la pila, donde descansaba un barreño lleno de agua. Reflejado en la superficie, pudo apreciar por primera vez sus formas y colores como los demás le veían, pero este cambio de perspectiva no hizo que cambiase su percepción de sí mismo, sino que le enfureció descubrir que incluso de lejos y en penumbra, podían verse sus malditas barbas.

Así que, sin ponerlas siquiera a remojar, aferró un cuchillo que se secaba en el escurridero y se deshizo de esos pelos que arrastraba desde niño. Poco a poco, a medida que la peculiar navaja avanzaba por su rostro, fue apareciendo en él una sustancia dulzona al gusto y al olfato, resbaladiza, que hasta ese momento se escondía tras la piel del melocotón.

Cuando acabó su faena, acarició su cara cautelosamente para valorar los resultados, y por primera vez en su vida pudo el melocotón hacerlo sin causarse repulsión, ya que aunque sabía que la carne viva no es piel, la prefería mil veces. No pudo contener una lágrima de almíbar que recorrió su mejilla y fue a fundirse con el agua del barreño. Todo estaba bien, al fin.

Mientras el melocotón sonreía en la cocina, en una de las habitaciones se abrieron un par de ojos, cuya mirada primera fue para el reloj, que ya marcaba más de las nueve. Aunque al principio entrecerrados, poco a poco fueron acostumbrándose a la luz que se adivinaba tras la persiana bajada. Lentamente, Malena salió de la cama y se metió en la ducha, lanzando mil bendiciones al agua fría que brotaba del grifo. Después, se puso la ropa, se acicaló frente al espejo y se dirigió a la cocina.

En contraste con el resto de la casa, sumida en las tinieblas todavía, en la cocina parecía brillar el aire. Una mezcla de olores de desayunos de verano se colaba por la ventana abierta de par en par, que invitaba con los brazos abiertos a entrar a la fresca brisa matutina.

La nevera contuvo el aliento cuando se abrió su puerta. Pese a su aparente impasibilidad, sintió su motor desfallecer mientras la joven escogía el que sería su almuerzo. El resto de electrodomésticos miraban expectantes también, aguardando la reacción de su líder ante delito atroz, que no era nuevo. No acababa de decidirse cuando descubrió el discreto melocotón que, a duras penas, había conseguido deshacerse del arma del crimen, y reposaba con aspecto inocente a orillas del fregadero.

Malena sonrió e, ignorante de que momentos antes su cocina era una barbería, agradeció mentalmente que su padre se hubiese acordado de ella antes de partir hacia la oficina. Tomó un cuchillo y un plato y se sentó en la mesa para disfrutar de aquel dulce desayuno. Su sorpresa fue mayúscula cuando, al llegar al hueso de la noble fruta, lo encontró hecho pedazos.

4 comentarios:

  1. Sublime ''Su sorpresa fue mayúscula cuando, al llegar al hueso de la noble fruta, lo encontró hecho pedazos.''
    No dejes de escribir nunca.

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  2. En serio, es genial en todas sus partes.¡Qué imaginación tan portentosa!

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