sábado, 26 de octubre de 2013

Tarde, fragmento original. (01-7-2012)




Antes de la ansiedad os empuje a leer con desesperación, antes de que caigáis en el frenesí de esta historia... Bah, no pretendo engañaros. Sólo advertiros. Antes de que comencéis con esta nueva entrada del blog, tengo algunos asuntos que avisaros, aunque quizá los más cercanos a mí ya hayáis oído hablar de ello. Tengo en mente una historia, conocida en general como La Chica de la Habitación Naranja, que surgió hace ya bastante tiempo, y de la que en estos momentos sólo tengo ideas sueltas, escenas perdidas, sin hilos claros que las unan ni lógica que las sostenga. Quizá estoy obsesionada por juntar historias que no nacieron para estar juntas, quizá me empeño en recoser mil telas que nunca fueron una, pero en fin, así están las cosas.

En definitiva, la historia que ahora podéis leer fue escrita el 1 de Julio de 2012, durante uno de los partidos del mundial de fútbol (ni siquiera recuerdo si era el último o no), y mi primera intención fue guardarlo celosamente hasta que el conjunto tomase forma. Sin embargo, en vista de que he dejado este proyecto aparcado bastante tiempo y de que no hay señales de que lo vuelva a retomar pronto, me he animado a publicarlo aquí para ver qué tal le va en el mundo de los mayores. Espero de verdad que, os guste o no, compartáis conmigo vuestra opinión, vuestras críticas y todo lo que se os ocurra.

Por último, aquí dejo algunos links de otras entradas más antiguas que se relacionan de algún modo con esta historia:

Disfrutad.
__________________________________________________________________________________________________________

Cuando encontró mi cadáver, sonaba en el patio un tema de Sabina. Algo sobre rosas, creo. Desde una de las ventanas salía la luz anaranjada de una macilenta bombilla, único sol en un salón de recién enamorados. La pareja lo bailaba, agarraditos los dos, sin prestar mucha atención al ritmo, dejándose llevar por el compás de sus latidos.

Cuando encontró mi cadáver en la piscina, lo primero que hizo fue  tirar su cigarro al suelo y pisarlo con la punta de su bota. Luego se metió las manos en los bolsillos, y me miró durante mucho, mucho tiempo. Meditaba sobre la vida y el tiempo, y se preguntaba cómo había podido llegar yo a mecerme, como la gitana sobre el rostro del aljibe, aquella noche sin luna en el sueño de la muerte.

Cuando encontró mi cadáver, no pudo sino admirar mi belleza. Está feo que lo diga yo, pero aunque el agua había disuelto hasta el último comprimido de mi vida, mi cuerpo seguía emitiendo esa luz que fascinaba al inspector. Mis pies estaban de puntillas, con los dedos fuertemente unidos al suelo de la piscina. Mis uñas rojas resaltaban su palidez, la de mi cuerpo entero. Mi vestido azul, que un día conociste, estaba hinchado a mi alrededor, y me hacía sentir una pequeña bailarina, o una medusa, no sé. Y mi pelo… mi pelo se había liberado del intrincado peinado de horquillas con el que le había encadenado la tarde anterior, y ahora flotaba desparramado en ondas sobre las dunas del agua.

Cuando encontró mi cadáver, el inspector no pudo evitar estremecerse. Era bella, sí, pero de una belleza fantasmagórica. La luz blanca que iluminaba la piscina titilaba y se esparcía por ella siguiendo las pequeñísimas olas que avanzaban, y avanzaban, queriendo besar mi piel. Cuando lo conseguían, morían satisfechas, con un suspiro.

Cuando encontró mi cadáver, no tuvo miedo, pero sí pena. Al fin y al cabo, yo fui la mujer de su vida. Acabó de mirarme, encendió otro cigarro y lo besó ávidamente, como nunca me besó a mí. No se lo reprocho, sin embargo. Nunca lo haré.

Pásame al comisario. Sí, sí, la he encontrado. Sí. Sí, muerta. O eso creo.

Terminó de hablar, cerró con rabia su teléfono y lo lanzó a mi mortaja acuática. Furioso, salió del patio y se dirigió a la portería. Hubiese jurado que un par de lágrimas rodaban por sus mejillas, y una prepotente sonrisa nació en mis labios. Y entonces, sin motivo alguno, abrí los ojos. Y aún con la suficiencia en mi boca, salí de la piscina y corrí hacia sus brazos.

Porque podía ser tarde para él, pero no para mí.


Y mientras tanto, ahí seguía Sabina, cantando de rosas  y espinas...

No hay comentarios:

Publicar un comentario