Bum. Bum. Bum. Con tajantes movimientos de cadera, Dancer marcaba el ritmo de la canción. Bum. Bum. Bum. Era una canción oscura, algo descolorida y agrisada, pero aún quedaba en ella potencia suficiente para hipnotizar el corazón y hacerle latir a su compás, un manido e insignificante cuatro por cuatro, de espíritu taimado y mezquino en este caso, oculto apenas tras la sombra de un dos por cuatro.
Ajena a mis estériles
divagaciones musicales, Dancer seguía bailando. Bum. Bum. Bum. Cada golpe de
cadera sacudía el mundo, mi mundo, que en aquel momento se concentraba en un
sucio garito de las afueras pobremente iluminado. No soy yo uno de sus clientes
habituales, una de esas almas rebotadas de vidas mediocres que buscan la
negrura artificial de antros como este para refugiarse de la absoluta y natural
oscuridad de la noche. No, yo soy un investigador, un buscador de historias, un
narrador omnisciente, anónimo e impersonal, para nada mediocre, y sin embargo
allí estaba, rodeado de lo más bajo de la raza humana y a gusto. No era aquel
el momento de reconsiderar mi vocación, así que arranqué los ojos de la espiral
de alcohol que se formaba en mi vaso y los devolví a las caderas de la chica
metrónomo. La llamaban Dancer.
Mi llegada al garito había sido
bastante fortuita. Un taxi y un sombrero, y un instinto que guió mis pasos
errantes hacia aquel lugar. El interior era tan lúgubre como cabía esperar, un
par de profundos huecos oscuros que el encargado tuvo el sarcasmo de llamar
reservados, una barra sucia y con un catálogo de bebidas poco prometedor. A mi
llegada, se había hecho el silencio, pero al ver los parroquianos mi aspecto
inofensivo y mi (fingida) afición por el alcohol me consideraron inocuo y
continuaron removiendo sus ya revueltas entrañas y agitando el hielo de sus bebidas.
También la música se había parado cuando abrí la puerta, aguantando la
respiración. Cuando volvió, cuando espiró una nueva canción que fue a mezclarse
con el humo del ambiente, entonces se desató el discreto pero trascendental infierno
de Dancer.
Este es uno de mis peores
trabajos, sin duda alguna. Si paro de escribir y cierro los ojos, sólo recuerdo
el bum (bum, bum, bum) de sus caderas. Su cara era corriente, su cuerpo era
corriente, sus gestos, su pelo, el color amoratado de su piel, todo era
pastosamente común. Aun así, ha merecido una entrada en mi cuaderno de bitácora.
Quizá sea porque mi corazón aún late al mismo ritmo que sus caderas, de la
forma menos romántica que un corazón puede latir.
Sólo un consejo de alma perdida: al reproducir este vídeo, se recomienda hacerlo al máximo volumen y con altavoces envolventes.
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