Mateo es un chico excelente.

Han pasado ya casi ocho meses desde que la primera generación del IES San Mateo diese por concluidos sus estudios en ese centro, y creo que no hablo sólo por mí cuando digo que echo desesperadamente de menos ese edificio ruinoso, o más bien todo lo que allí experimenté. Sólo fueron dos años, pero santo cielo, ¡qué dos años!

Mis referencias son pobres, mis anteriores experiencias fueron en su mayoría decepcionantes, así que cuando el San Mateo llegó, simplemente no lo creía. Era todo tan... tan como en mi cabeza. Me explico: aquellos que esteis familiarizados con mi forma de vivir, o los que la hayan logrado deducir a partir de este blog, sabrán que tengo una enfermiza tendencia a imaginar posibles escenarios futuros de prácticamente cualquier cosa que sepa que me va a ocurrir, a generar unas expectativas notablemente exigentes y, en consecuencia, a decepcionarme cuando mi idealización resulta errónea. 

Con el San Mateo fue distinto. Hubo especulación, eso seguro, hubo sueños a principios de aquel septiembre de 2011, y hubo pesadillas. La diferencia fue que, pese a no ser como había esperado (menuda sorpresa), la realidad estuvo bien. Mejor que bien, diría yo. 

No soy ingenua, ni quiero que vosotros lo seáis, el San Mateo no fue un camino de rosas. Dejando a un lado la cuestión académica, que ahora me arrepiento de no haber aprovechado tanto como debiera, la verdad es que esos dos cursos lloré con inusitada frecuencia, incluso para una llorica como yo. ¿Llorica? No, ya nunca más. Y es que mis lágrimas de bachillerato fueron todas existenciales, una reminiscencia de mi adolescencia, tan tardía como mi altura, y puedo contar con los dedos de media mano las veces que alguien del San Mateo ha invocado esas pequeñas amigas saladas, y esa sequía ha fortalecido mis lacrimales.

Parece curioso que lo que más me marcó del San Mateo no fuese la parte académica, que es para lo que fue concebido. No malinterpreten, he aprendido más en esos dos años que en toda la ESO, y he tenido los mejores profesores que, sospecho, tendré el placer de conocer. He descubierto la cara oculta (y fea, fea de narices) de las matemáticas, y aun así las sigo queriendo a mi modo. He aprendido inglés del de verdad, he filosofado hasta hartarme (aunque parezca mentira), he leído La Regenta, he leído a Borges, he hecho teatro, he escrito ensayos, he resuelto sistemas de ecuaciones, he construido castillos invisibles con los números imaginarios, he visto a Gandalf en mis apuntes de física y he estudiado química el último día a última hora. Y sin embargo...

Sin embargo, lo que mola del Sanma es la gente. Lo que mola son las conversaciones sobre agujeros negros en los recreos, los juegos de palabras ingeniosos, las respuestas inteligentes a preguntas estúpidas, el sonido de una guitarra, las meriendas en la biblioteca, y encontrarse bombones y bolígrafos de parte de nuestras chicas de la limpi. Lo que mola es reír hasta el dolor en las clases de lengua, y patinar por los pasillos, y visitar en cada recreo el chino español o el DIA para aprovisionarse de palmeras de chocolate blanditas, y encontrar a algunas de las personas más fascinantes del mundo. Lo que mola es estar rodeada de seres humanos más o menos interesantes, y distintos, y sin ánimo de ofender.  Lo que mola del Sanma es encontrarte con gente mucho mejor que tú, y perder esa rígida prepotencia que, al menos yo, venía arrastrando largo ha. Lo que mola del Sanma, lo que me moló a mí, es que me enseñó a ser más persona.

Sanma, te echo de menos. Sanma, quisiera volver. Sanma, sólo pido una cosa: permanece siempre así, para que lo que yo he vivido entre tus paredes puedan vivirlo muchos muchachos excelentes más.

[Dedicado a todos los que algún día dijeron de nosotros tantas cosas feas, y a los que las seguirán diciendo.]

http://www.educa2.madrid.org/web/centro.ies.sanmateo.madrid