La reina se levantó del trono e, ignorando los murmullos de alerta de los presentes en la sala, bajó los escalones lentamente, hasta quedar junto al hombre que, con la cabeza gacha y las rodillas en el suelo, comparecía aquella tarde ante ella, acusado de traición a la corona. No parecía asustado, no temblaron sus piernas durante el brutal interrogatorio ni flaqueó su voz mientras confesaba, pero la reina conocía bien el arte del disimulo, y como detectarlo. Con un gesto, indicó a uno de los guardias que levantara la cabeza del reo para poder mirarle a los ojos, y una sonrisa nació en sus labios cuando vio en ellos el temor más grande del mundo.
- Oh, Eco. Eco, Eco, Eco. Estos consejeros míos dicen que
has sido travieso. Querido Eco, ¿qué te tengo dicho sobre las buenas formas?
No hubo respuesta la provocación de la reina, aunque ella
tampoco esperaba que la hubiese.
- Salid todos, por favor. Dejadme a solas con él.
- Pero mi reina, su majestad, ha conspirado para asesinarla,
no podemos...
- Basta -¿por qué los únicos consejeros fieles que le
quedaban eran los más terriblemente aburridos?-. Puedo manejarle yo sola. ¿O
acaso cree que no soy capaz de reinar en mi propio castillo?
Se inició inmediatamente una letanía de disculpas y reverencias
de los que iban abandonando la sala, pero la reina no le prestó la mínima
atención. Su rostro, hierático, no revelaba emoción alguna, y su vista estaba
fija en el hombre arrodillado en el centro de la sala, a su lado.
Cuando el último de los consejeros abandonó la estancia, la
máscara se quebró en un gesto de dolor, bien oculto hasta el momento, y las
lágrimas brotaron de sus ojos.
- ¿Cómo te atreves, maldito? -la bofetada rebotó en los
suelos y paredes de mármol-. ¿Cómo has podido traicionarme? Te lo di todo, todo
lo que me pediste. Yo, tu reina, a quien debías amar incondicionalmente sólo
por llamarte mi súbdito. Yo, que he renunciado a tanto por ti, por tus bellas
palabras y tus promesas. Cuan necia he sido, ahora me doy cuenta, cuan necia.
Tras estas palabras se apartó con furia del hombre, que
seguía en silencio, pero que había comenzado a temblar. Avanzó unos pasos, que
sonaron como el trueno que anuncia la tormenta, y se llevó las manos a la boca,
tratando de contener los sollozos.
- Eco… Eco, yo te amaba -la confesión le hizo renunciar a
cualquier intento de calmarse-. Yo te amaba, me oyes, ¡te amaba! Y pensé que tú
me amabas a mí.
Cayó, también de rodillas, y tomó la cara del prisionero con
delicadeza. Sus manos suaves se encontraron con piel áspera, con punzante barba
de tres noches y con la suciedad a cuenta de las oscuras celdas del castillo.
Nada de eso importó a la reina, sin embargo, y se acercó lentamente a depositar
un breve beso en sus labios.
- Te voy a echar de menos, Eco. A ti, y a tus canciones. Oh,
cuanto echaré de menos tus chanzas, tus acertijos, tus poemas de amor de luna.
Cuánto voy a echar de menos tu voz.
Un reflejo de luz, y la reina tenía un puñal en la mano. Los
ojos del traidor se oscurecieron de pronto, presas del pánico, cuando le forzó
a abrir la boca y le agarró la lengua con fuerza.
Fuera se oyó un sonido gutural, y un potente grito ahogado
por la tos. Alarmados, los consejeros corrieron a la puerta, pero en ese
momento la reina la abrió, las manos manchadas de sangre, y una expresión
terrorífica en el rostro.
- Que le curen. Ha de vivir -ordenó dirigiéndose a uno
de ellos en particular, que bien podía haber sido cualquier otro- cuando no corra peligro que le saquen del reino. Eco ya no será
bienvenido jamás.
Unos días más tarde, una discreta comitiva abandonó
furtivamente el palacio con la primera luz del día. Se dirigían a la frontera, tres
caballos y tres hombres, aunque uno de ellos apenas podía mantenerse en su
montura. La reina, desde su balcón, les observó hasta que se perdieron de vista
entre los árboles del camino.
- Oh, Eco. Te voy a echar tanto de menos…
25 de Mayo de 2014
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