lunes, 14 de enero de 2013

El hambre de saber.




Todos queremos saber. Al menos la mayoría. Ese gusano inquieto que habita en tu oreja izquierda y que te susurra preguntas incómodas al oído no está ahí por casualidad. Y es que, ¿qué haríamos los hombres si mañana nos arrebatasen la curiosidad?

Lo primero a lo que tendríamos que decir adiós es a la tecnología, a la innovación, al progreso. Y es que mires donde mires, todo a tu alrededor es fruto de ideas geniales de hombres más o menos corrientes, o viceversa.

Marcharían también todas las manifestaciones artísticas. Enmudecerían las metáforas, los símiles, las hipérboles y compañía, porque la mente humana no sería ya capaz de comprender la poesía. Morirían las pinturas, se ajarían los lienzos, pues ya nadie se preocuparía por cuidar unos trozos de tela, todos pintarrajeados. Se apagaría la música, porque ¿quién investigaría la relación entre los acordes y las notas solteras? ¿Quién, en fin, comprendería el sentido del arte?

Pronto llegaría el apocalipsis zombi, tan esperado por algunos, y que a mí no me hace demasiada ilusión. Las calles se llenarían de personas con cerebro, si, pero un cerebro gris, más de lo normal, vacio de ideas nuevas, vacío del todo. Y eso no suena apetitoso para nadie.

Bien, está claro que sin curiosidad el mundo sería extremadamente aburrido. Aunque, por otra parte, ¿no es también el aburrimiento fruto de la curiosidad?

“A veces las flores pueden ser tan importantes como la comida. Todo depende de la clase de hambre que tengas.”
Gemma Malley, La Declaración.

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