Lo primero que sintió al salir del coche fue el pelo bailando en su frente y la lluvia mojando sus ideas. Lo segundo, fue que había perdido su sombrero. Se giró hacia el taxi, que ya partía en busca de algún otro inquilino, y aporreando frenético los cristales le obligó a detenerse. No pudo encontrarlo en el asiento trasero, ni en el suelo, y con la rabia apretada entre los dientes dejó marchar al atónito conductor.
Guardó
las manos desnudas en su gabardina y, con hombros resignados y encogidos, se
puso en camino. La tarde se había vuelto noche, como cada día, y la lluvia negra
había asustado al brillo de neón que coronaba el bar que era su destino. El
picaporte desapareció en su puño, y suavemente trató de abrir la puerta, pero
no lo consiguió.
Horas
más tarde, el cielo estaba despejado, lleno de estrellas que se burlaban de las
luces de neón. Por el asfalto, convertido a aquellas horas en una pasarela,
desfilaban señoras de traje blanco y banda roja, que rompían con sus tacones
los espejos que la lluvia había sembrado. En la puerta del garito, un hombre
sentado en el suelo sonreía, sin sombrero, y bebía leche de la luna con ojos de
gato.
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