Y ahí, en medio del cosmos, estaba ella. Con los brazos extendidos y los ojos cerrados, irradiaba luz blanca que llenaba de destellos el espacio azul eléctrico y violeta. Todo el mundo sabe que en el vacío el sonido no se propaga, pero la música retumbaba en su cabeza como en un potente altavoz. Era una canción antigua, de las de sintetizador, sin título ni letra, que nacía allá arriba y se propagaba a través de su cuerpo sacudiéndolo en ondas. Su cabello se movía, flotando en el espacio, y creciendo por momentos.
Aquello
no era natural, no era humano, y sin embargo era lo más precioso que jamás he
observado. El brillo metálico de su piel se enlazaba con el brillo de las
estrellas, con la luz de las lejanas galaxias, que giraban en espirales a su alrededor.
Tan pura, tan perfecta, que todo el universo había decidido orbitar en torno a
ella.
Parecía
sin embargo que lo que acontecía allá lejos no le importaba. Inmutable,
escultural y estática, ella parada y todo en movimiento. Era lo trascendente en
su máxima esencia, y es que ningún átomo fuera de ella se resistía a bailar a
su son. Incluso sus cabellos, del negro del mar abismal, flotaban en el
espacio, y crecían por momentos, deseosos de alejarse de ella lo suficiente
como para danzar con el resto de cuerpos celestes en su honor.
La estuve observando
durante infinitos instantes. No sabría especificar cuántos, en ese momento el
tiempo era eterno.
2 de Marzo de 2013
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