Y allí estaba yo, y el viejo cántico nacido hacía eones de lo profundo de las cuevas sonaba de fondo, en voz de una dama elfa que tañía el arpa de sus cuerdas vocales igual que tañía el fino cabello de su arco.
Sentada
en las prominentes raíces del árbol más inmenso que vi jamás sobre la tierra,
parecía con él fundirse, confundirse con la maleza, la hiedra y la enredadera.
Su piel, y su cabello, refulgían con suaves destellos verdes, brillante como la
oliva en aceite, y tersa como tela en bastidor.
Sus
párpados caídos, condescendientes, adornados con pestañas como flecos de
una alfombra, parecían -incluso cerrados- invitarme a avanzar hacia aquella
visión hechizada, mágica.
Como
el oso se despereza, y sus zarpas estira cuando saluda a la primavera, así su
trono de madera, follaje y musgo alzó sus brazos al cielo, a las recién
encendidas estrellas, que acogieron su saludo e hicieron brillar su titilante
luz sobre sus hojas. Como gotas de un dorado rocío nocturno, los reflejos
fluyeron hasta donde estaba ella, y abrillantaron su ya brillante cuerpo.
Mientras
tanto, sin parar a contemplar aquel misterio, el árbol, viejo roble, cronista
de otras eras, arrancó de las entrañas de la tierra sus raíces y, con paso
lento, seguro y firme, y llevando aún consigo a su hermosa pasajera, marchó
hacia las montañas, alejándose de mi vista.
Dejé
de ver pronto aquella enorme masa de vida verde y boyante, pero la melodía de
las cuevas más profundas, cavadas por los padres de los hombres, ya no dejó mi
cabeza.
9 de Abril de 2013
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