sábado, 12 de abril de 2014

Ginoides V, La ladrona de canciones.




Tuve la suerte hace algún tiempo de conocer a una peculiar delincuente veneciana, de guantes tan rojos como sus labios, pelo tan negro como su antifaz y un gusto tan exquisito como su rostro. Sus golpes eran frecuentes, llevados a cabo con una impecable elegancia criminal que ponía de manifiesto meses de meticulosa preparación y entrenamiento. No pocas veces repetía escenario, y sus muy diversas víctimas, una vez superaban la humillante sorpresa de saberse objeto de un crimen, se negaban a poner denuncia alguna o a colaborar con la policía, presos de una súbita admiración al excelente trabajo que esta delincuente había realizado. Pese al empeño de las fuerzas del orden en identificarla y detenerla, nada se sabía de ella, excepto que era una mujer joven y temeraria, que no dudaba en arriesgar su integridad física a la hora de perpetrar sus crímenes, pero también calculadora y de brillante inteligencia, demostrados en cada uno de sus golpes.

No negaré que desde el momento en que oí hablar de ella me fascinó el halo de misterio que la envolvía, y enseguida la imaginé como protagonista de alguno de mis trabajos, pero supuse que jamás lograría ponerme en contacto con ella. Pronto la deseché de mis pensamientos, y me centré en otros proyectos. Sin embargo, hace unos meses llegó a mi oficina una carta sin remite, que me dejó sumamente intrigado.


He tenido la oportunidad de conocer
recientemente su obra, y estoy sumamente
interesada en proponerle un trabajo.
Supongo que habrá oído hablar de mí,
y que no tendrá inconvenientes en conocerme.
Es usted un profesional,
y espero que actúe como tal y acuda
solo a nuestra cita.

Scarlet Black.

Además de la nota, en el sobre había también cientos de recortes de periódicos que contaban en decenas de idiomas diferentes las andanzas de la criminal que tanto había fascinado al mundo, así como una tarjeta con una dirección, una fecha y una hora. Pese a que el pseudónimo era probablemente el más lamentable que haya visto en toda mi carrera, no dudé en calarme el sombrero y tomar el primer tren que me llevase hasta el lugar acordado.

Nos encontramos en la plaza de San Marcos, o quizá en cualquier otra plaza de cualquier otra ciudad de la vieja Europa, lo cierto es que ni lo recuerdo ni parece demasiado importante ahora que ha pasado el tiempo. Tomamos un café, eso si lo recuerdo, un café obscenamente caro servido en una diminuta tacita blanca. Yo lo tomé sólo, ella lo pidió con leche, lo colmó de azúcar y lo bebió de un sólo y breve trago. Mientras se limpiaba los labios, me miró fijamente y esbozó una sonrisa.

- Tengo entendido que es usted un periodista.

- Bueno, no exactamente, es algo más parecido a...

- Prepare su cuaderno. Prepare su pluma, o su grabadora, lo que guste, porque esta tarde voy a contarle mi historia.

La mujer comenzó a hablar, y no paró hasta que no quedaba rastro del sol en el cielo. Habló sobre una infancia feliz aunque no particularmente estimulante, una adolescencia típica y una alocada juventud que acabó en un trágico accidente, que le sirvió como punto de inflexión.

-Fue entonces cuando me embargó eso que algunos llaman afán de trascendencia, ese ansia por dejar la propia firma en el mundo, de ser recordado a lo largo de los siglos. Yo no tenía ninguna habilidad particular, no era especialmente bonita ni inteligente, pero todo el que me conoce coincide en que se me podría definir utilizando sólo las palabras obstinada y melómana, así que cuando me planteé qué sería aquello que me llevaría a alcanzar la gloria de los siglos, tenía claro que ambos rasgos iban a estar presentes en mi empresa. Después de descartar algunas ideas no poco tentadoras, me decidí por el que sería el mayor acierto de mi vida. Sería una ladrona de canciones.

Siguió su historia con una detallada relación de los entrenamientos y pruebas a los que se había sometido con intención de ser la mejor en su campo, y como después de tres años de duro trabajo lo consiguió. Se acercó a una tienda de ropa de segunda mano, encargó unos guantes escarlatas y un antifaz negro -el pseudónimo más lamentable de mi carrera, definitivamente-, y no tardó en convertirse en la criminal más exitosa del momento. Me contó cómo se colaba en las grandes mansiones de los ricos disfrazada de sirvienta, y en las chozas más humildes mientras sus dueños estaban profundamente dormidos, y cómo hacía estallar peleas de borrachos en los más bajos tugurios para escabullirse con alguno de sus botines. Dio todos los detalles de alguno de sus golpes más sonados, como aquel del embajador de no se qué país africano o el de la filarmónica de Viena, así como una lista de todo lo que había robado en el tiempo que llevaba en el negocio. Por fin, después de horas de ininterrumpida narración, llegó a la parte en la que me contó cómo había conocido mis relatos y que se había animado a contactar conmigo para dejarlo todo por escrito, y después de esto quedó en silencio.

- Disculpe, señorita, ¿sería tan amable de responderme a una pregunta?

Asintió con una sonrisa triste.

- No es que me queje, no me malinterprete, pero ¿por qué me cuenta todo esto?

- Es usted un hombre inteligente e intuitivo, no me cabe duda, así que supongo que ya tiene en mente unas cuantas teorías para responder a la pregunta que acaba de formularme. Pero he dicho que le respondería, y así lo haré. Como habrá podido suponer, me retiro. Mis días como ladrona de canciones han acabado.

Se levantó de la silla, abrió su bolso y sacó de él un elegante antifaz negro y un par de delicados guantes escarlatas que dejó sobre la mesa. Dio media vuelta y comenzó a caminar en la oscura noche de la ciudad. Un segundo antes de que desapareciese al doblar una esquina, una duda golpeó mi mente.

- ¡Señorita!

Se paró y se giró hacia mí.

- ¿Qué le ha hecho renunciar?

Un travieso ademán nació en su rostro.

- No se engañe, no renuncio. Simplemente he encontrado algo por lo que merece más la pena luchar. Ah, y no se acostumbre a llamarme señorita. No podrá hacerlo durante mucho tiempo más.

Aquella fue la última vez que vi a la ladrona de canciones. Aún conservo sus guantes y su antifaz en un cajón de mi oficina, junto a las notas que tomé mientras hablaba y la cinta en la que grabé su historia, pero nunca me había animado a componerla hasta que otra carta sin remitente llegó a mi oficina. Dentro del sobre había esta vez un elegante recordatorio de un evento al que jamás acudí, y un arrugado papel con una curiosa lista que me convenció por fin de añadir este capítulo a mi cuaderno.

2 comentarios:

  1. Gran entrada, como siempre. Una pena que la historia acabara con un punto final, el personaje de la ladrona de canciones merecía ser más exprimido.
    Y dado que te quejaste de la cebolla en mi tortilla, el final un poco menos cursi por fa xD

    ResponderEliminar
  2. Muchas gracias, Iñigo. En realidad no es un personaje aislado e inventado para esta historia en particular, tengo en mente una macrohistoria con un personaje muy particular, y como necesitaba una protagonista para esta entrada, la cogí de ahí.

    Respecto a la cuestión de tu tortilla, sólo diré que meh, todos tenemos derecho a llorar, aunque cada uno recurra a un detonante diferente. ;)

    ResponderEliminar