lunes, 21 de abril de 2014

GINOIDES VI, Estar o no ser.




No fue mi idea anunciarme en los periódicos y en los postes de luz, y me mostré escéptico al principio, pero debo reconocer que resultó más útil de lo que podría haberme imaginado en un principio. No quería atraer a clientes con una idea equivocada o distorsionada de mi trabajo, y aunque no fueron pocas las ofertas que decliné, algunas fueron de lo más interesantes. Sin ir más lejos, fue así como conocí a la pequeña Amí.

Una mañana, recibí una llamada del alcalde de un pueblo perdido en algún lugar al oeste del país, que solicitaba mi ayuda en un asunto de importancia tal que no podía ser contado de otra forma que en directo. No era el primera aviso de este estilo que recibía aquel mes, y no hubiese sido el primero que rechazaba. Sin embargo, aquel agosto extrañamente templado ya no quedaban más que los fantasmas en la capital, y yo me moría de aburrimiento, así que respondí con diligencia que allí estaría.

Era apenas un poblado que parecía sacado de una película de vaqueros, ni una brizna de verde, al borde de un modesto barranco tallado en épocas remotas por un caudaloso río del que ya sólo quedaba una caricatura, como en el belén el papel de plata. Semejante panorama me hizo esperar que el alcalde fuese un tipo de prominente bigote enroscado, cara de pocos amigos, botas con espuelas y una estrella tatuada en el chaleco, pero me encontré a un hombre común, anodino, como sacado de alguna de las grandes oficinas de la ciudad, con la camisa remetida en los pantalones, una pajarita y unas gafas que le daban un aire a niño perdido en el centro comercial.

Pareció aliviado al verme, pero también extremadamente sorprendido, como si jamás hubiese esperado que cumpliese mi palabra y me molestase en visitarle. Cuando le pedí que me contase los detalles, se quedó blanco, y empezó a balbucear incoherencias.

- Eh… Bueno, verá señor, no pensé que… Es decir, realmente usted podría ayudar, pero quizá, bueno, quizá haya… no es como si no lo mereciese, ¿sabe?, pero quizá a usted…  quizá a usted le parece una tontería.

Justo lo que me temía, pensé. Y sin embargo, eran las cuatro de la tarde, el siguiente coche no pasaba hasta las once, y ya estaba allí, así que le pedí que continuase. Sacó una carpeta de su cajón y me la dio.

- Su nombre es Amí.

Su monótona voz me contó una historia sobre lo que al principio pareció un secuestro, pero que al final resultó ser una fuga. Mientras le atendía sólo parcialmente, analicé con detenimiento los documentos relacionados con el caso, hasta que encontré una fotografía. Cabellos rubio platino, ojos grises y expresión seria, la típica muñeca triste, en fin, cansada de ser tratada como tal. Al parecer, había desaparecido de casa hacía unos días, y familiares y vecinos se temían lo peor hasta que encontraron una nota apresurada, furiosa y poco explicativa de la muchacha.

- Le advierto, señor, que yo no soy ningún policía -el hombre se sobresaltó por la brusquedad de mi interrupción-. No voy a ser capaz de encontrarla, si es para lo que me ha llamado.

- ¿Encontrarla? No señor, en absoluto. Ya la hemos encontrado.

No me esforcé por disimular mi desconcierto, ante el que el alcalde se levantó con un pequeño deje de suficiencia en su rostro, tomó su chaqueta y me invitó a seguirle.

La polvareda levantada por el coche tardó un tiempo en disiparse, revelando ante mí un paraje igual al del pueblo, pero sin rastro de civilización. El viaje había sido silencioso, el alcalde no había llegado a serlo por su labia o su capacidad de diálogo, y aunque hizo amago de comenzar una conversación, los tópicos del clima y el paisaje se habían agotado pronto. Era agosto, hacía calor; aquello era un desierto, no había plantas. Poco más había que decir.

- Está ahí -dijo señalando una zanja al borde del camino de tierra-, ahí la encontramos. Si no le importa, me vuelvo al pueblo, no quiero interferir.

Allí me dejó, con el sol de verano taladrándome la nuca y una gran interrogación en la mirada mientras veía cómo el coche se alejaba en una nube de polvo. La curiosidad y, de nuevo, el aburrimiento, me empujaron por fin a echar un vistazo. Reconozco que temí por un momento encontrar un cadáver, pero por suerte para mi estómago y mi sensibilidad, Amí estaba perfectamente viva.

Viva, sí, pero hecha un completo desastre. No podía ver su cara, enterrada entre sus brazos y sus rodillas, que temblaban espasmódicamente al compás de unos tímidos sollozos, pero su pelo, su piel y sus ropas estaban cubiertos de tierra y suciedad.

- ¿Amí?

Al oír su nombre, levantó el rostro. No había en sus ojos rastro de lágrimas, pero los sollozos no cesaron en ningún momento. Me senté a su lado, a una prudencial distancia, y me dispuse a hacer lo que mejor se me daba: escuchar.

Escuché y escuché durante horas, hasta que el cielo se puso oscuro. Amí era, como yo había imaginado, una niña triste. Niña triste, pero de una tristeza insondable y algo caprichosa.

- Ellos… ellos no me dejan ser. Estoy rodeada, pero no me dejan ser. Me sonríen, me abrazan, me besan, me acarician, pero yo no les quiero, no quiero nada suyo, porque ellos no son, ellos sólo están. Yo… yo sólo quiero ser. Yo sólo quiero volver a casa.

Aún no estoy seguro de por qué incluía a Amí en mi cuaderno. Era pequeña, era frágil, era sólo una niña. Quizá por eso esa vez, y sólo esa, tome partido. Mientras ella me confesaba sus secretos -secretos para mí, porque al parecer los había revelado a gritos y sin pudor en el pueblo unas semanas antes-, entendí exactamente qué le sucedía. Así que, cuando el coche del alcalde volvió a aparecer, con el cielo ya completamente negro, rodeé sus hombros con mi brazo y la guié al vehículo.

- Haga el favor de pisar el acelerador, señor alcalde -el hombre me miró atónito mientras acomodaba a la chica en el asiento trasero-. Nos gustaría tomar el coche de las once.

Llegamos al pueblo, una multitud silenciosa se congregaba en la plaza. Ocurrió con ellos lo mismo que con el alcalde: donde esperaba encontrar una colección de sombreros de vaqueros, mascadores de paja y banjos con alguna cuerda de menos, sólo vi a la que podría haber sido la plantilla de cualquier agencia de la capital. Trajes baratos, camisas mal planchadas, corbatas y pajaritas… una burda broma anacrónica, en fin.

Nadie se quejó cuando la chica subió conmigo al coche, nadie dijo una palabra, en realidad. Saqué mi billetera, indiqué al conductor nuestro destino y me dispuse a afrontar unas cuantas horas de viaje a lo desconocido.

Ya amanecía cuando por fin nos detuvimos frente a una casa grande, de piedra y teja, rodeada por un fresco jardín y unos cuantos arbolillos rebeldes. De nuevo, el trayecto había sido silencioso, pero en absoluto incómodo en esta ocasión. Amí sólo callaba mientras miraba por la ventanilla, pensando en Dios sabe qué, y yo aproveché para echar una cabezada.

En cuanto vio la casa, sus ojos se iluminaron y su boca se desplegó en una enorme sonrisa. Bajó del coche sin esperar un gesto mío, y corrió hacia la puerta de la verja que rodeaba la propiedad. No vi motivos para turbar aquel momento con una despedida especialmente emotiva y no sentida por ninguna de las dos partes, así que me limité a bajar la ventanilla mientras hacía un gesto al conductor para que volviera a ponerse en marcha.

- Buena suerte, Amí. Buena suerte en casa.

Si me oyó, no se molestó en responder.


2 comentarios:

  1. Ya me estoy quedando sin adjetivos para describir lo buena que es cada entrada xD Las descripciones del pueblo y su gente son geniales, y la historia en general me ha encantado.
    ¿Es esto también parte de algo más grande?

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  2. Muchas gracias Iñigo :)

    La verdad es que todo el rollo este de ginoides está pensado para ser una colección de capítulos cortos e independientes, pero según voy escribiéndolos no puedo evitar que se relacionen entre ellos y con otras cosas que tengo en mente. En fin, veré qué va saliendo a ver si lo uno todo o lo dejo por separado, pero gracias por preguntar ^^)

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