Todo comenzó,
como tantas otras cosas, un septiembre, y fue precisamente eso lo que hizo tan
complicado detectarlo. Septiembre siempre ha sido un mes descolocado -al fin y
al cabo es el heraldo del otoño, una época particularmente voluble como bien
saben las hojas de los árboles-, pero aquél lo fue de manera particularmente
irritante.
Ella era una
chica exigente, de expectativas altas, y con una obsesiva tendencia a idealizar
el futuro, el lejano y el cercano, a contarse historias y preparar decorados
para sucesos que estaban por ocurrir, y a decepcionarse profundamente cuando el
futuro se volvía presente y se empeñaba en no parecerse en absolutamente nada a
lo que había previsto.
Y ese
septiembre fue especialmente decepcionante. La mayor parte de los septiembres
hasta esa fecha lo habían sido, pero hacía ya dos años que el primer mes marrón
había logrado estar a la altura de sus esperanzas, y le había dado el valor
para enfrentarse al mundo. Había conocido a gente, a personas que le habían
hecho despertarse, ser consciente de quien realmente era, y aunque había
sufrido la incertidumbre que trae consigo toda crisis existencial, finalmente
había encontrado su lugar, como una canica que logra detener su extenuante
marcha en un pequeño huequito en el suelo.
Pese a haber
asumido ante el mundo que lo que le esperaba no sería ni de lejos tan glorioso
como aquello, no había podido evitar ilusionarse secretamente ante la
perspectiva de encontrarse un nuevo escenario tan maravilloso o más que el
anterior. La realidad no cumplió para nada sus expectativas. Se encontró
rodeada de personas aceptablemente simpáticas, pero que carecían de la chispa
necesaria para conservar su interés y ser merecedores de su más dedicada
atención.
Todo comenzó,
entonces, un septiembre, un septiembre que la pilló desprevenida, aún borracha
del dulce sopor del verano. Al principio fue muy pequeño, pero en pocos meses
se hizo tan grande que le resultaba imposible ocultarlo. Era bien sencillo: se
estaba quedando dormida.
Su enfermedad,
si es que es correcto denominarla así, no era algo anecdótico, no ocurría de
tanto en cuando, y por supuesto había conllevado nefastas consecuencias desde
el más temprano de sus brotes, que llegaban siempre reptando, golpeaban y se
retiraban rápidamente, aunque sus secuelas le afectaban durante mucho más tiempo.
Comenzaba con un ligero picor de ojos, un molesto peso en los párpados y un
constante latido en las sienes, y pronto dejaba de ser capaz de distinguir qué
era real y qué no lo era. Confundía voces de los lejanos sueños con las de los
hablantes más cercanos, y en muchas ocasiones sus conversaciones oníricas
tenían más sentido que las que mantenía en el mundo real. A veces, se perdía
por completo en sus ensoñaciones mientras fingía mirar fijamente a la pizarra y
sostenía a duras penas su cabeza con la mano, y otras permanecía atenta a las
palabras de la profesora pese a tener los ojos completamente cerrados.
Era gracioso,
pensó al principio, y un mero fruto del descenso de sus horas de sueño, causado
únicamente por su incontrolable imaginación y su asombrosa eficacia a la hora
de perder el tiempo, así que trató de combatirlo pasando más tiempo entre las
sábanas y entregándose al amargo placer del café por las mañanas. Sin embargo,
ninguna de aquellas soluciones dieron resultado: seguía cayendo presa del sueño
casi cada mañana, y nada podía hacer para remediarlo.
Pronto, el
rumor de sus frecuentes siestas involuntarias se extendió por los nuevos
círculos sociales que el funesto nuevo septiembre le había regalado. “¿Es que
acaso ayer llegaste tarde a casa?”, preguntaban divertidos, “¿es que acaso no duermes?”, y ella sólo
podía responderles esquiva con alguna broma, ya que pronto comprobó que la
negación de estas suposiciones sólo le acarreaba miradas de confusión y de
recelo. Verdaderamente, empezó a preocuparse, y a preguntarse cómo iba a seguir
con su vida si toda actividad que se proponía se veía interrumpida por el azote
del sueño.
Al poco
tiempo, los ataques de sueño traspasaron las fronteras académicas. Ahora se
aventuraban también en el autobús, en las reuniones informales con amigos o en
las solitarias comidas en la cocina. Su rutina quedó desatendida, ya que desde
que llegaba a casa tenía la urgente necesidad de descansar, y sólo los gritos
furiosos del despertador la obligaban a levantarse y dirigirse cada mañana a
las clases, donde de todos modos acababa con los ojos cerrados y un grave
sentimiento de culpa.
Poco a poco,
el ritmo de su vida se ralentizó. Las horas pasaban más despacio, entre sueño y
sueño, y parecía vivir mil vidas en el transcurso de una tarde. Dejó de llamar
a sus amigos, dejó de preocuparse por sus actividades, dejó de disfrutar de las
pequeñas cosas cotidianas, y comenzó a volcar su vida en el sueño. Se distanció
del mundo, completamente resignada e incluso complacida ante el destino que
auguraba el desarrollo de la enfermedad. Se preparó para vivir dormida el resto
de sus días, y no sintió ningún remordimiento ante esta determinación hasta que
le conoció.
Habían pasado
varios meses desde el septiembre en el que todo comenzó, pero no estaba en
condiciones de dar una cifra exacta. Había pasado tanto tiempo en el mundo de
los sueños que ya nada le parecía real cuando despertaba. Ya no controlaba el
paso de las horas, ni tachaba los días en el calendario, y el reloj se había
convertido en un simple adorno, un peso inútil en su muñeca. Sin embargo, algo
en su interior le obligaba a levantarse de su mullido colchón cada mañana,
darse una ducha rápida (lo suficientemente rápida para evitar dormirse bajo el
agua) y tomar un autobús. Afortunadamente, su parada era la última, y el amable
conductor se encargaba de despertarla cuando llegaban a su destino, donde
bajaba, se recolocaba el pelo, y se disponía a pasar otra mañana recostada en
una mesa de la biblioteca perdida en las ensoñaciones suyas de cada día.
Le conoció una
de aquellas mañanas, en uno de aquellos viajes en autobús. Aquel día, tuvo la
mala fortuna de colocarse al lado de una amable viejecita empeñada en darle
conversación, y a duras penas conseguía mantenerse despierta. Ahí estaba,
frente a ellas, mirándola con el ceño fruncido, pensando sin duda en lo
maleducada que era por bostezar tan sonoramente y no seguir las explicaciones
de la anciana sobre sus catorce nietos y sus tres canarios. Cuando finalmente
su compañera de asiento se apeó, él sostuvo la mirada, y su ceño fruncido, y
cuando ella se percató de su atento vigilante volvió a tratar de mantenerse
despierta, porque de ninguna manera quería parecer ruda ante el resto de la
gente. Sorprendentemente, aquella vez le resultó mucho más fácil que cualquier
otra, e incluso logró entablar una conversación coherente con el viajero en lo
que duró el trayecto. Él también esperó a la última parada para abandonar el
autobús, y aquella mañana el conductor se sorprendió al verla abandonar el
vehículo sin necesidad de su aviso.
Él tenía la
mañana libre, y era la primera vez que ella aprovechaba la suya desde hacía
meses, así que no tuvo ningún problema en acompañarle, charlar un rato y entrar
con él a un bar. Él pidió un café solo, con doble de azúcar. Ella, que no había
olvidado la decepción que esta bebida había supuesto en la lucha contra el
sueño, se decidió por un inofensivo zumo de naranja.
Pasaron así unos inesperados días, unas semanas
completamente imprevistas en el ordenado y pacífico plan de vida que la
enfermedad le había impuesto. Se veían todas las mañanas en el mismo café, y
por las tardes paseaban por el Retiro o visitaban algún oscuro rincón de la
capital. Llegó un día, una noche más bien, en la que ni si quiera llegó a tocar
la cama, y se mantuvo casi cuarenta horas despierta mirando a sus ojos.
Todo parecía
perfecto, y sin embargo, algo en el fondo de su corazón le decía que aquello
era incorrecto, que aquello no estaba bien. De una vida onírica, más o menos
manipulable, había vuelto al rígido y exasperantemente predecible mundo real,
sujeto a unas leyes inamovibles que le hacían perder atractivo. Poco a poco,
los ojos del hombre de café dejaron de ser un estímulo suficiente para ella, y
comenzó a recaer en sus antiguas costumbres. Él se alarmó, ya había sido
prevenido del pasado oscuro de la chica de naranja y de ningún modo pensaba
permitir que volviera a las soñadas. Golpeaba la puerta de su casa a altas
horas de la noche para sacarla de sus sueños, llamaba al timbre rabiosamente
cada mañana, y se enfurecía cada vez que un tímido bostezo hacía acto de
presencia.
Ella le
agradeció al principio sus esfuerzos, considerándolos un gesto de preocupación
y de cariño, pero llegó un punto en el que tanta interrupción a la que había
vuelto a ser su actividad favorita le resultó endiabladamente molesta. Al fin y
al cabo, seguía teniendo sus necesidades con respecto al descanso, y la campaña
para mantenerla despierta apenas le dejaba dormir tres horas seguidas al día.
Un día, rabiosa,
explotó. Se enfrentó a él, reclamando que saliese de su vida inmediatamente,
que dejase de interferir en su futuro, y que acabase con tanto control y
seguimiento. Ella ya no era una niña, ella ya había elegido, y no tenía
intención alguna de renunciar a sus sueños por él.
Sin palabras... Y no por haberlas utilizado antes en otros comentarios, es que esta entrada es....
ResponderEliminarSolo puedo decir que mi más sincera enhorabuena por haber escrito algo así. Y doy gracias por haber podido leerlo.