viernes, 2 de mayo de 2014

GINOIDES VII, La chica de los sueños de ambar.




Para Magda, futura madrina del más feo de mis hijos, que leyó esta historia la primera.

Todo comenzó, como tantas otras cosas, un septiembre, y fue precisamente eso lo que hizo tan complicado detectarlo. Septiembre siempre ha sido un mes descolocado -al fin y al cabo es el heraldo del otoño, una época particularmente voluble como bien saben las hojas de los árboles-, pero aquél lo fue de manera particularmente irritante.

Ella era una chica exigente, de expectativas altas, y con una obsesiva tendencia a idealizar el futuro, el lejano y el cercano, a contarse historias y preparar decorados para sucesos que estaban por ocurrir, y a decepcionarse profundamente cuando el futuro se volvía presente y se empeñaba en no parecerse en absolutamente nada a lo que había previsto.

Y ese septiembre fue especialmente decepcionante. La mayor parte de los septiembres hasta esa fecha lo habían sido, pero hacía ya dos años que el primer mes marrón había logrado estar a la altura de sus esperanzas, y le había dado el valor para enfrentarse al mundo. Había conocido a gente, a personas que le habían hecho despertarse, ser consciente de quien realmente era, y aunque había sufrido la incertidumbre que trae consigo toda crisis existencial, finalmente había encontrado su lugar, como una canica que logra detener su extenuante marcha en un pequeño huequito en el suelo.

Pese a haber asumido ante el mundo que lo que le esperaba no sería ni de lejos tan glorioso como aquello, no había podido evitar ilusionarse secretamente ante la perspectiva de encontrarse un nuevo escenario tan maravilloso o más que el anterior. La realidad no cumplió para nada sus expectativas. Se encontró rodeada de personas aceptablemente simpáticas, pero que carecían de la chispa necesaria para conservar su interés y ser merecedores de su más dedicada atención.

Todo comenzó, entonces, un septiembre, un septiembre que la pilló desprevenida, aún borracha del dulce sopor del verano. Al principio fue muy pequeño, pero en pocos meses se hizo tan grande que le resultaba imposible ocultarlo. Era bien sencillo: se estaba quedando dormida.

Su enfermedad, si es que es correcto denominarla así, no era algo anecdótico, no ocurría de tanto en cuando, y por supuesto había conllevado nefastas consecuencias desde el más temprano de sus brotes, que llegaban siempre reptando, golpeaban y se retiraban rápidamente, aunque sus secuelas le afectaban durante mucho más tiempo. Comenzaba con un ligero picor de ojos, un molesto peso en los párpados y un constante latido en las sienes, y pronto dejaba de ser capaz de distinguir qué era real y qué no lo era. Confundía voces de los lejanos sueños con las de los hablantes más cercanos, y en muchas ocasiones sus conversaciones oníricas tenían más sentido que las que mantenía en el mundo real. A veces, se perdía por completo en sus ensoñaciones mientras fingía mirar fijamente a la pizarra y sostenía a duras penas su cabeza con la mano, y otras permanecía atenta a las palabras de la profesora pese a tener los ojos completamente cerrados.

Era gracioso, pensó al principio, y un mero fruto del descenso de sus horas de sueño, causado únicamente por su incontrolable imaginación y su asombrosa eficacia a la hora de perder el tiempo, así que trató de combatirlo pasando más tiempo entre las sábanas y entregándose al amargo placer del café por las mañanas. Sin embargo, ninguna de aquellas soluciones dieron resultado: seguía cayendo presa del sueño casi cada mañana, y nada podía hacer para remediarlo.

Pronto, el rumor de sus frecuentes siestas involuntarias se extendió por los nuevos círculos sociales que el funesto nuevo septiembre le había regalado. “¿Es que acaso ayer llegaste tarde a casa?”, preguntaban divertidos,  “¿es que acaso no duermes?”, y ella sólo podía responderles esquiva con alguna broma, ya que pronto comprobó que la negación de estas suposiciones sólo le acarreaba miradas de confusión y de recelo. Verdaderamente, empezó a preocuparse, y a preguntarse cómo iba a seguir con su vida si toda actividad que se proponía se veía interrumpida por el azote del sueño.

Al poco tiempo, los ataques de sueño traspasaron las fronteras académicas. Ahora se aventuraban también en el autobús, en las reuniones informales con amigos o en las solitarias comidas en la cocina. Su rutina quedó desatendida, ya que desde que llegaba a casa tenía la urgente necesidad de descansar, y sólo los gritos furiosos del despertador la obligaban a levantarse y dirigirse cada mañana a las clases, donde de todos modos acababa con los ojos cerrados y un grave sentimiento de culpa.

Poco a poco, el ritmo de su vida se ralentizó. Las horas pasaban más despacio, entre sueño y sueño, y parecía vivir mil vidas en el transcurso de una tarde. Dejó de llamar a sus amigos, dejó de preocuparse por sus actividades, dejó de disfrutar de las pequeñas cosas cotidianas, y comenzó a volcar su vida en el sueño. Se distanció del mundo, completamente resignada e incluso complacida ante el destino que auguraba el desarrollo de la enfermedad. Se preparó para vivir dormida el resto de sus días, y no sintió ningún remordimiento ante esta determinación hasta que le conoció.

Habían pasado varios meses desde el septiembre en el que todo comenzó, pero no estaba en condiciones de dar una cifra exacta. Había pasado tanto tiempo en el mundo de los sueños que ya nada le parecía real cuando despertaba. Ya no controlaba el paso de las horas, ni tachaba los días en el calendario, y el reloj se había convertido en un simple adorno, un peso inútil en su muñeca. Sin embargo, algo en su interior le obligaba a levantarse de su mullido colchón cada mañana, darse una ducha rápida (lo suficientemente rápida para evitar dormirse bajo el agua) y tomar un autobús. Afortunadamente, su parada era la última, y el amable conductor se encargaba de despertarla cuando llegaban a su destino, donde bajaba, se recolocaba el pelo, y se disponía a pasar otra mañana recostada en una mesa de la biblioteca perdida en las ensoñaciones suyas de cada día.

Le conoció una de aquellas mañanas, en uno de aquellos viajes en autobús. Aquel día, tuvo la mala fortuna de colocarse al lado de una amable viejecita empeñada en darle conversación, y a duras penas conseguía mantenerse despierta. Ahí estaba, frente a ellas, mirándola con el ceño fruncido, pensando sin duda en lo maleducada que era por bostezar tan sonoramente y no seguir las explicaciones de la anciana sobre sus catorce nietos y sus tres canarios. Cuando finalmente su compañera de asiento se apeó, él sostuvo la mirada, y su ceño fruncido, y cuando ella se percató de su atento vigilante volvió a tratar de mantenerse despierta, porque de ninguna manera quería parecer ruda ante el resto de la gente. Sorprendentemente, aquella vez le resultó mucho más fácil que cualquier otra, e incluso logró entablar una conversación coherente con el viajero en lo que duró el trayecto. Él también esperó a la última parada para abandonar el autobús, y aquella mañana el conductor se sorprendió al verla abandonar el vehículo sin necesidad de su aviso.

Él tenía la mañana libre, y era la primera vez que ella aprovechaba la suya desde hacía meses, así que no tuvo ningún problema en acompañarle, charlar un rato y entrar con él a un bar. Él pidió un café solo, con doble de azúcar. Ella, que no había olvidado la decepción que esta bebida había supuesto en la lucha contra el sueño, se decidió por un inofensivo zumo de naranja.

Pasaron  así unos inesperados días, unas semanas completamente imprevistas en el ordenado y pacífico plan de vida que la enfermedad le había impuesto. Se veían todas las mañanas en el mismo café, y por las tardes paseaban por el Retiro o visitaban algún oscuro rincón de la capital. Llegó un día, una noche más bien, en la que ni si quiera llegó a tocar la cama, y se mantuvo casi cuarenta horas despierta mirando a sus ojos.

Todo parecía perfecto, y sin embargo, algo en el fondo de su corazón le decía que aquello era incorrecto, que aquello no estaba bien. De una vida onírica, más o menos manipulable, había vuelto al rígido y exasperantemente predecible mundo real, sujeto a unas leyes inamovibles que le hacían perder atractivo. Poco a poco, los ojos del hombre de café dejaron de ser un estímulo suficiente para ella, y comenzó a recaer en sus antiguas costumbres. Él se alarmó, ya había sido prevenido del pasado oscuro de la chica de naranja y de ningún modo pensaba permitir que volviera a las soñadas. Golpeaba la puerta de su casa a altas horas de la noche para sacarla de sus sueños, llamaba al timbre rabiosamente cada mañana, y se enfurecía cada vez que un tímido bostezo hacía acto de presencia.

Ella le agradeció al principio sus esfuerzos, considerándolos un gesto de preocupación y de cariño, pero llegó un punto en el que tanta interrupción a la que había vuelto a ser su actividad favorita le resultó endiabladamente molesta. Al fin y al cabo, seguía teniendo sus necesidades con respecto al descanso, y la campaña para mantenerla despierta apenas le dejaba dormir tres horas seguidas al día.

Un día, rabiosa, explotó. Se enfrentó a él, reclamando que saliese de su vida inmediatamente, que dejase de interferir en su futuro, y que acabase con tanto control y seguimiento. Ella ya no era una niña, ella ya había elegido, y no tenía intención alguna de renunciar a sus sueños por él.



1 comentario:

  1. Sin palabras... Y no por haberlas utilizado antes en otros comentarios, es que esta entrada es....
    Solo puedo decir que mi más sincera enhorabuena por haber escrito algo así. Y doy gracias por haber podido leerlo.

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