Lo único que reinaba en aquel campamento era el caos. Fuegos de colores, lanzadores de cuchillos, malabaristas, prestidigitadores, músicos y bailarines enredaban entre los carros, sumidos en una extraña danza improvisada pero perfectamente sincrónica. El picante perfume de las especias impregnaba el ambiente, mezclándose con el sudor de los hombres y el olor de los animales, tiñendo el aire de invisibles tonos de rojo, amarillo y naranja, como una prolongación de la hoguera que ocupaba el lugar de honor en el centro. Los estruendosos chasquidos de la madera ardiente se confundían con las voces de canciones sin letra y los latidos de decenas de panderos que hacían temblar a todos los corazones al tiempo, infinitas voces de aquel coro pagano.
Sólo el eco de este canon, sin embargo, llegaba a una
solitaria tienda, apenas tres mástiles cubiertos por una lona mil veces
remendada, que se ocultaba entre los árboles ajena al bullicio y a la
celebración de los feriantes. Las noches aún no eran demasiado frías, apenas
había llegado el invierno, pero una tímida capa blanca cubría ya los últimos
estragos del otoño.
Aún sentía los pies tibios después de saltar el fuego en una
de las caóticas danzas, apenas sentía sus plantas desnudas tocando la nieve
recién estrenada. Había logrado escabullirse del barullo sin que nadie lo
advirtiese, y ahora, en el silencio de la noche, se acercaba sigilosa a la
tienda. Se aseguró por enésima vez de que nadie la seguía, se arrebujó en su
capa de pieles y siguió avanzando bajo la atenta mirada de una luna de plata y
estaño.
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Un parche en el ojo, ni un diente en la boca y un pañuelo
alrededor de la cabeza para disimular la casi total ausencia de cabello. No fue
nunca una mujer bella, ni en su juventud, pero quizá por eso se había vuelto
tan sabia. Muchos años pesaban ya sobre su chepa, cada día más grande y más
marcada, y a pesar de ello seguía siendo de mente ágil y lengua afilada. Se
ganaba la vida como vidente, agorera, espiritista, y toda una colección de
dedicaciones de dudosa garantía, vendiendo amuletos a los supersticiosos,
brebajes a las enfermas de amor y hierbas a los reos de muerte. Las mujeres la
llamaban Madre, aunque ningún hijo había salido de sus entrañas, y los hombres
apartaban la vista a su paso. Iba y venía, aferrándose como una pulga a una
caravana o a otra, pero siempre discreta, y la abandonaba cuando comenzaban a
surgir habladurías. Tuerta, calva y jorobada: era carne de rumor.
Llevaba un par de meses con aquel grupo, y aún no había
tenido ningún problema. Siguiendo su costumbre, sin embargo, acampó algo
apartada del claro en el que se amontonaban ya los carromatos y las carpas del
campamento. En un hueco entre los árboles, desnudos unos, otros vestidos,
plantó su modesta tienda, y se dispuso a pasar la primera noche de invierno en
aquel paisaje desconocido. No le preocupaba el frío, tenía sus propios métodos
para mantenerlo a raya. Tampoco la soledad, había estado sola tanto tiempo que
la poca compañía que podía tener le asfixiaba. No le preocupaba nada,
realmente, ni siquiera sobrevivir a esa luna o despertar al día siguiente.
Quizá fuese medio ciega, pero la sordera no era uno de sus
males. Oyó los pasos furtivos sobre la nieve, la respiración agitada de su
visitante y el rastro de ramas rotas que dejaba en su camino por el bosque. Lo
oyó todo, y no se molestó en fingir sorpresa cuando una pequeña mano corrió la
cortina que le hacía las veces de puerta. Al fin y al cabo, era una adivina.
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Dos mujeres se encontraron frente a frente aquella noche,
dos mujeres que no podían ser más distintas. La una joven, fresca, como una de
esas pequeñas flores que nacen en el albor de la primavera. La otra vieja como
el diablo. La una hermosa, como todas las niñas de su edad, con los ojos
grandes y brillantes y los labios rojos. La otra fea, como el diablo también,
con los ojos entrecerrados y cegados por la luz y por el paso del tiempo. Dos
mujeres que no podían ser más distintas, y sin embargo, algo las había unido
aquella noche.
- Buenas noches, niña. ¿Qué te trae a mi tienda?
- Busco… busco respuestas.
- Para eso tienes que saber primero las preguntas, ¿no es
así?
La visitante tomó asiento en un destartalado taburete, que
tembló al recibir su peso, y el de sus dudas, depositó con cuidado las monedas
sobre un cuenco de estaño, y así, anunciado por el tintineo del metal contra el
metal, comenzó la farsa más legítima que la adivina había puesto nunca en
marcha.
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- No he podido reunir mucho dinero… A la gente no le gustan
mis canciones. Dicen que son tristes, y que ellos no van a la feria a estar
tristes, pero yo ya no sé cantar otra cosa. Pero incluso Malila dice que tengo
una voz bonita, así que aunque no les gusten mis canciones siempre dejan al
menos una pieza de cobre, a veces un puñado. He… he vendido esas canciones para
poder pagarle, Madre. No sé si será suficiente. Verá, yo… bueno, vengo a
preguntarle sobre el amor, y sobre si es verdad que nunca muere.
- Ah, el amor… una energía poderosa, sin duda. Debes saber,
niña, que es cierto. El amor nunca muere. Sin embargo, pocos saben que para
mantenerse vivo ha de tomar sus fuerzas de quienes lo padecen. Primero les saca
del letargo de la vida cotidiana, se la hace más luminosa, más interesante y
más digna de ser vivida, pero poco a poco, y para no morir, el amor comienza a
debilitar a los enamorados, hasta que en un abrir y cerrar de ojos ellos están
muertos, y el amor está más vivo que nunca.
- Me lo dijo Leel. Me dijo que cuando conoció a su hombre
sintió cómo una hoguera se le metía dentro, cómo le quemaba las entrañas y le
consumía el corazón, pero no le hizo caso. Y ahora está muerta, pero su hombre está
vivo, y ha encontrado a otra mujer. ¿Por qué, Madre? ¿Por qué Leel tuvo que
morir, y él no?
- No conozco a tu Leel, ni a su hombre, pero si amas,
mueres. Es una verdad. Quizá él no la amaba, niña, quizá él nunca la amó. No
llores por ella, a pesar de todo. Las viejas sabemos lo que el amor hace, y os
lo advertimos, pero vosotros los jóvenes os lanzáis a sus brazos como los
mosquitos a la llama de una vela, aunque os lleve a morir. Quién sabe, a lo
mejor merece la pena. No te lo puedo asegurar, niña, esta vieja alma nunca cayó
en la tentación.
- Yo quiero morir, Madre. Quiero morir, si es el precio a
pagar por el amor. Necesito amar para vivir, necesito amar para morir. Pero quiero
que él muera conmigo, no quiero que me pase como a Leel.
- Has desperdiciado tu tiempo, niña, y tu dinero. No puedo
hacer que nadie se enamore de ti. No puedo hacer que un hombre decida morir por
ti, niña, ni por el amor que te profese. Eso debes conseguirlo tú. Sólo puedo
darte un consejo. Trabaja duro, niña, trabaja duro para mantenerte viva, y quizá
logres sobrevivir al amor.
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Cuando la joven dejó la tienda lo hizo con los ojos bañados
en lágrimas. Una tormenta se había desatado fuera, y el bosque era un lugar
aterrador. No quedaba rastro de la nieve, ni de las hogueras, ni de los
danzantes. El campamento dormía, la luna reinaba en el cielo rodeada de
aduladoras estrellas. La joven logró escabullirse a su tienda, y se acurrucó
junto a sus hermanas, aunque no consiguió conciliar el sueño. En su cabeza aun
resonaban las palabras de la adivina. Un eco, una sentencia, una exhortación que sería terriblemente complicado recordar.
Please Sister - The Cardigans
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