jueves, 3 de julio de 2014

GINOIDES VIII, Please Sister.




Lo único que reinaba en aquel campamento era el caos. Fuegos de colores, lanzadores de cuchillos, malabaristas, prestidigitadores, músicos y bailarines enredaban entre los carros, sumidos en una extraña danza improvisada pero perfectamente sincrónica. El picante perfume de las especias impregnaba el ambiente, mezclándose con el sudor de los hombres y el olor de los animales, tiñendo el aire de invisibles tonos de rojo, amarillo y naranja, como una prolongación de la hoguera que ocupaba el lugar de honor en el centro. Los estruendosos chasquidos de la madera ardiente se confundían con las voces de canciones sin letra y los latidos de decenas de panderos que hacían temblar a todos los corazones al tiempo, infinitas voces de aquel coro pagano.

Sólo el eco de este canon, sin embargo, llegaba a una solitaria tienda, apenas tres mástiles cubiertos por una lona mil veces remendada, que se ocultaba entre los árboles ajena al bullicio y a la celebración de los feriantes. Las noches aún no eran demasiado frías, apenas había llegado el invierno, pero una tímida capa blanca cubría ya los últimos estragos del otoño.

Aún sentía los pies tibios después de saltar el fuego en una de las caóticas danzas, apenas sentía sus plantas desnudas tocando la nieve recién estrenada. Había logrado escabullirse del barullo sin que nadie lo advirtiese, y ahora, en el silencio de la noche, se acercaba sigilosa a la tienda. Se aseguró por enésima vez de que nadie la seguía, se arrebujó en su capa de pieles y siguió avanzando bajo la atenta mirada de una luna de plata y estaño.

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Un parche en el ojo, ni un diente en la boca y un pañuelo alrededor de la cabeza para disimular la casi total ausencia de cabello. No fue nunca una mujer bella, ni en su juventud, pero quizá por eso se había vuelto tan sabia. Muchos años pesaban ya sobre su chepa, cada día más grande y más marcada, y a pesar de ello seguía siendo de mente ágil y lengua afilada. Se ganaba la vida como vidente, agorera, espiritista, y toda una colección de dedicaciones de dudosa garantía, vendiendo amuletos a los supersticiosos, brebajes a las enfermas de amor y hierbas a los reos de muerte. Las mujeres la llamaban Madre, aunque ningún hijo había salido de sus entrañas, y los hombres apartaban la vista a su paso. Iba y venía, aferrándose como una pulga a una caravana o a otra, pero siempre discreta, y la abandonaba cuando comenzaban a surgir habladurías. Tuerta, calva y jorobada: era carne de rumor.

Llevaba un par de meses con aquel grupo, y aún no había tenido ningún problema. Siguiendo su costumbre, sin embargo, acampó algo apartada del claro en el que se amontonaban ya los carromatos y las carpas del campamento. En un hueco entre los árboles, desnudos unos, otros vestidos, plantó su modesta tienda, y se dispuso a pasar la primera noche de invierno en aquel paisaje desconocido. No le preocupaba el frío, tenía sus propios métodos para mantenerlo a raya. Tampoco la soledad, había estado sola tanto tiempo que la poca compañía que podía tener le asfixiaba. No le preocupaba nada, realmente, ni siquiera sobrevivir a esa luna o despertar al día siguiente.

Quizá fuese medio ciega, pero la sordera no era uno de sus males. Oyó los pasos furtivos sobre la nieve, la respiración agitada de su visitante y el rastro de ramas rotas que dejaba en su camino por el bosque. Lo oyó todo, y no se molestó en fingir sorpresa cuando una pequeña mano corrió la cortina que le hacía las veces de puerta. Al fin y al cabo, era una adivina.

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Dos mujeres se encontraron frente a frente aquella noche, dos mujeres que no podían ser más distintas. La una joven, fresca, como una de esas pequeñas flores que nacen en el albor de la primavera. La otra vieja como el diablo. La una hermosa, como todas las niñas de su edad, con los ojos grandes y brillantes y los labios rojos. La otra fea, como el diablo también, con los ojos entrecerrados y cegados por la luz y por el paso del tiempo. Dos mujeres que no podían ser más distintas, y sin embargo, algo las había unido aquella noche.

- Buenas noches, niña. ¿Qué te trae a mi tienda?

- Busco… busco respuestas.

- Para eso tienes que saber primero las preguntas, ¿no es así?

La visitante tomó asiento en un destartalado taburete, que tembló al recibir su peso, y el de sus dudas, depositó con cuidado las monedas sobre un cuenco de estaño, y así, anunciado por el tintineo del metal contra el metal, comenzó la farsa más legítima que la adivina había puesto nunca en marcha.

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- No he podido reunir mucho dinero… A la gente no le gustan mis canciones. Dicen que son tristes, y que ellos no van a la feria a estar tristes, pero yo ya no sé cantar otra cosa. Pero incluso Malila dice que tengo una voz bonita, así que aunque no les gusten mis canciones siempre dejan al menos una pieza de cobre, a veces un puñado. He… he vendido esas canciones para poder pagarle, Madre. No sé si será suficiente. Verá, yo… bueno, vengo a preguntarle sobre el amor, y sobre si es verdad que nunca muere.

- Ah, el amor… una energía poderosa, sin duda. Debes saber, niña, que es cierto. El amor nunca muere. Sin embargo, pocos saben que para mantenerse vivo ha de tomar sus fuerzas de quienes lo padecen. Primero les saca del letargo de la vida cotidiana, se la hace más luminosa, más interesante y más digna de ser vivida, pero poco a poco, y para no morir, el amor comienza a debilitar a los enamorados, hasta que en un abrir y cerrar de ojos ellos están muertos, y el amor está más vivo que nunca.

- Me lo dijo Leel. Me dijo que cuando conoció a su hombre sintió cómo una hoguera se le metía dentro, cómo le quemaba las entrañas y le consumía el corazón, pero no le hizo caso. Y ahora está muerta, pero su hombre está vivo, y ha encontrado a otra mujer. ¿Por qué, Madre? ¿Por qué Leel tuvo que morir, y él no?

- No conozco a tu Leel, ni a su hombre, pero si amas, mueres. Es una verdad. Quizá él no la amaba, niña, quizá él nunca la amó. No llores por ella, a pesar de todo. Las viejas sabemos lo que el amor hace, y os lo advertimos, pero vosotros los jóvenes os lanzáis a sus brazos como los mosquitos a la llama de una vela, aunque os lleve a morir. Quién sabe, a lo mejor merece la pena. No te lo puedo asegurar, niña, esta vieja alma nunca cayó en la tentación.

- Yo quiero morir, Madre. Quiero morir, si es el precio a pagar por el amor. Necesito amar para vivir, necesito amar para morir. Pero quiero que él muera conmigo, no quiero que me pase como a Leel.

- Has desperdiciado tu tiempo, niña, y tu dinero. No puedo hacer que nadie se enamore de ti. No puedo hacer que un hombre decida morir por ti, niña, ni por el amor que te profese. Eso debes conseguirlo tú. Sólo puedo darte un consejo. Trabaja duro, niña, trabaja duro para mantenerte viva, y quizá logres sobrevivir al amor.

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Cuando la joven dejó la tienda lo hizo con los ojos bañados en lágrimas. Una tormenta se había desatado fuera, y el bosque era un lugar aterrador. No quedaba rastro de la nieve, ni de las hogueras, ni de los danzantes. El campamento dormía, la luna reinaba en el cielo rodeada de aduladoras estrellas. La joven logró escabullirse a su tienda, y se acurrucó junto a sus hermanas, aunque no consiguió conciliar el sueño. En su cabeza aun resonaban las palabras de la adivina. Un eco, una sentencia, una exhortación que sería terriblemente complicado recordar.
Please Sister - The Cardigans

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