Todo depende de los estímulos. Acción. Reacción. Pero, por supuesto, los estímulos son la mayoría de las veces de carácter personal e intransferible. Y no sólo los estímulos, sino las consecuencias que suponen en las personas. Digamos que a un sujeto A y a un sujeto B puede estimularles lo mismo, pero sus respuestas (físicas, o simplemente mentales), son completamente opuestas.
Necesito estímulos. Los necesito desesperadamente. De ellos
depende mi salud, mi integridad mental y moral, la validez de mis ideas, la
profundidad de mis razonamientos. Necesito combustible para mi imaginación,
porque me estoy haciendo vieja. Ya no soy la misma de antes, ya no me sorprendo
a mí misma con inesperados giros en mi hilo de pensamiento, ahora es todo
mustio, gris y tibio en mi cabeza. Aburrido. Terriblemente.
¿De qué dependen los estímulos? Dependen de las cosas que
ves, que oyes, que hueles. Dependen de tu comida, de la frecuencia con la que
te lavas los dientes o ves una película en versión original. Depende del color
de tus uñas, de la longitud de tu pelo, del número de rutas diferentes que
conoces para ir del trabajo a casa. Depende de los secretos, de cuántos chistes
comprendes sólo tú, de las lágrimas que has derramado por perder gomas de
borrar. Pero sobre todo depende de las personas que te rodean. De las
conversaciones que te ofrecen, de la música que te recomiendan (y de la música
que les robas), de sus ideas más que de las tuyas.
El
objetivo primero de mi vida es tener cerca a personas interesantes, por muy
distintas a mí que sean. El problema es que llega un punto en que la sequía de
estímulos me hace verlos apropiados a todos, y eso no es así. Es
indispensable desarrollar la capacidad de diferenciar los estímulos válidos de
los que no lo son. No quiero condenarme a una vida muerta. Eso sería aterrador.
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