Conocí un día a una chica delgada como un suspiro, e igual de tenue. En ocasiones tenía que mirar dos veces para asegurarme de que seguía allí.
Le encantaba jugar con
su pelo, largo, liso, negro, y beber alcohol, negro también. Pasamos juntos
unos meses en un piso que tenía en el centro, y durante ese tiempo ni un solo
día pasó sin besar ávidamente una de las botellas que guardaba bajo el ala. Traté
un par de veces, sin mucho afán, de que me besase a mí también, pero fue en
vano. Ella me llamó ruidoso, se echó a reír, dio otro trago, vació otra
botella.
Su negativa no supuso
ninguna decepción para mí. Ni siquiera estaba realmente interesado, pero eran
mis días jóvenes y era insultantemente inexperto todavía. Aun así sabía cuál
era mi papel en aquel asunto: observar. La suya fue una de las primeras
historias de las muchas que he recopilado. Me lo pidió ella. El resultado fue
aceptable, una crónica detallada y exhaustiva, carente de toda retórica. Cuando
acabé nos dimos la mano, muy profesionales, me guiñó sonriente y se marchó
a perderse por las gastadas calles de la ciudad.
Y la vida siguió. Lo
cierto es que no pensé mucho en ella hasta que años más tarde me topé una
mañana con su esquela en el periódico, tan escueta como ella y tan oscura como
su alcohol, y me invadió la nostalgia de saber perdido un lugar al que en
realidad nunca me había planteado volver. Revisé mis archivos y encontré su
ficha, y su historia, y me avergoncé de ella. Estaba llena de datos inútiles y
de información superflua, no eran más que diez páginas de idas y venidas. Así
que decidí reescribirlo y darle a esa chica por fin una crónica que le hiciese
justicia, que fuese como ella. Breve. Escueta. Delgada como un suspiro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario