viernes, 21 de noviembre de 2014

Ginoides IX, Nudo.




Conocí un día a una chica delgada como un suspiro, e igual de tenue. En ocasiones tenía que mirar dos veces para asegurarme de que seguía allí.

Me dijo que estaba enferma, muy grave. Ningún doctor la había visitado, sin embargo. Ella misma se había examinado y diagnosticado, y prescrito el remedio que consideró conveniente. No tenía formación médica alguna, pero su valoración parecía bastante acertada. Al principio no entendí en absoluto en qué consistía su dolencia, pero decidí seguirle la corriente: incluso aunque estuviese sana y todo fuese producto de su imaginación, el caso merecía mi atención y mi trabajo.

Poco a poco fui desenmarañando todo el asunto. Efectivamente, la chica padecía de soledad crónica, aunque  ella prefería llamarlo riesgo de volatilidad, o duda existencial. Por el día no se lo tomaba demasiado en serio. Decía que sólo era un capricho adolescente, que no era grave, y que en el fondo sólo lo hacía para llamar la atención. Sin embargo, por mucho desdén que tratase de imprimir a sus palabras, no dejaba de aferrarse con desesperación al cuello de alguna botella, tan fuerte que sus manos se enrojecían y sus nudillos se ponían blancos. Y por las noches, se metía entre sus mantas y temblaba como un cachorro abandonado. Pero nunca lloraba.

Yo jamás había oído hablar de su afección, así que mi forma de reaccionar se basó en el método de prueba y error. Al principio traté de consolarla con palabras amables, pero unos cuantos botellazos en la cabeza me indicaron que aquel no era el camino a seguir. Traté de esconder el alcohol, preocupado por su salud (y por la mía), pero ella lo acabó encontrando y estuvo una semana sin dirigirme la palabra. Al final opté por ser un observador pasivo, y creo que ella me lo agradeció.

Pronto descubrí que había momentos en los que la bebida no era suficiente. Por ejemplo, cuando accidentalmente se miraba en un espejo. Entonces comenzaba a hiperventilar, "no soy", decía, "he dejado de existir". Sus palabras comenzaban a embrollarse, a dejar de tener sentido. De vez en cuando soltaba incongruencias sobre carne fundida y aliento evaporado, y sobre sublimaciones inversas, y puntos de ebullición. Después de enredar durante media hora por la casa, se enfundaba el abrigo y salía a la calle, tiritando, aunque afuera hiciese un calor de mil demonios. Y cogía el metro. O el bus. O simplemente se paraba en medio de una calle abarrotada, siempre en hora punta, con la mirada perdida.

Sufrió tres ataques durante mi estancia en su piso. El primero me asustó terriblemente. La seguí preocupado, temiendo que su mente hubiese cedido a la paranoia. Pero ella simplemente se quedó ahí, parada, quieta, dejando que la multitud que paseaba por la calle chocase con ella. Los ojos cerrados, la boca parcialmente abierta, una sonrisa tímida en los labios. La gente no parecía percatarse demasiado de su presencia. Simplemente chocaban con ella, murmuraban una disculpa sin mirarla y continuaban su camino. Al cabo de un rato abrió los ojos, sonrió completamente y se acercó hacia donde yo esperaba. "He vuelto". Le pregunté que a qué se refería. "Verás", me respondió, "a veces mi cuerpo decide evaporarse. Da un poco de miedo. Al principio sólo es un cosquilleo en la punta de los dedos, pero enseguida me llega al estómago y a los pulmones, y tengo dificultades para respirar. La única manera de que se me pase, de que mi cuerpo decida volver, es salir a la calle y recordarle que no está sólo. Que hay muchos cuerpos en la ciudad."


No voy a engañaros, su razonamiento carecía de toda lógica. Pero yo no soy nadie para cuestionar su comportamiento. Yo sólo soy un observador. Y observé. Vaya si observé.

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