Conocí un día a una chica delgada como un suspiro, e igual de tenue. En ocasiones tenía que mirar dos veces para asegurarme de que seguía allí.
Me dijo que estaba enferma, muy grave. Ningún doctor la
había visitado, sin embargo. Ella misma se había examinado y diagnosticado, y
prescrito el remedio que consideró conveniente. No tenía formación médica
alguna, pero su valoración parecía bastante acertada. Al principio no entendí
en absoluto en qué consistía su dolencia, pero decidí seguirle la corriente:
incluso aunque estuviese sana y todo fuese producto de su imaginación, el caso
merecía mi atención y mi trabajo.
Poco a poco fui desenmarañando todo el asunto.
Efectivamente, la chica padecía de soledad crónica, aunque ella prefería llamarlo riesgo de volatilidad,
o duda existencial. Por el día no se lo tomaba demasiado en serio. Decía que
sólo era un capricho adolescente, que no era grave, y que en el fondo sólo lo
hacía para llamar la atención. Sin embargo, por mucho desdén que tratase de
imprimir a sus palabras, no dejaba de aferrarse con desesperación al cuello
de alguna botella, tan fuerte que sus manos se enrojecían y sus nudillos se
ponían blancos. Y por las noches, se metía entre sus mantas y temblaba como un
cachorro abandonado. Pero nunca lloraba.
Yo jamás había oído hablar de su afección, así que mi forma
de reaccionar se basó en el método de prueba y error. Al principio traté de
consolarla con palabras amables, pero unos cuantos botellazos en la cabeza me
indicaron que aquel no era el camino a seguir. Traté de esconder el alcohol,
preocupado por su salud (y por la mía), pero ella lo acabó encontrando y estuvo
una semana sin dirigirme la palabra. Al final opté por ser un observador
pasivo, y creo que ella me lo agradeció.
Pronto descubrí que había momentos en los que la bebida no
era suficiente. Por ejemplo, cuando accidentalmente se miraba en un espejo.
Entonces comenzaba a hiperventilar, "no soy", decía, "he dejado
de existir". Sus palabras comenzaban a embrollarse, a dejar de tener
sentido. De vez en cuando soltaba incongruencias sobre carne fundida y aliento
evaporado, y sobre sublimaciones inversas, y puntos de ebullición. Después de
enredar durante media hora por la casa, se enfundaba el abrigo y salía a la
calle, tiritando, aunque afuera hiciese un calor de mil demonios. Y cogía el
metro. O el bus. O simplemente se paraba en medio de una calle abarrotada,
siempre en hora punta, con la mirada perdida.
Sufrió tres ataques durante mi estancia en su piso. El
primero me asustó terriblemente. La seguí preocupado, temiendo que su mente
hubiese cedido a la paranoia. Pero ella simplemente se quedó ahí, parada,
quieta, dejando que la multitud que paseaba por la calle chocase con ella. Los
ojos cerrados, la boca parcialmente abierta, una sonrisa tímida en los labios.
La gente no parecía percatarse demasiado de su presencia. Simplemente chocaban
con ella, murmuraban una disculpa sin mirarla y continuaban su camino. Al cabo
de un rato abrió los ojos, sonrió completamente y se acercó hacia donde yo
esperaba. "He vuelto". Le pregunté que a qué se refería.
"Verás", me respondió, "a veces mi cuerpo decide evaporarse. Da
un poco de miedo. Al principio sólo es un cosquilleo en la punta de los dedos,
pero enseguida me llega al estómago y a los pulmones, y tengo dificultades para
respirar. La única manera de que se me pase, de que mi cuerpo decida volver, es
salir a la calle y recordarle que no está sólo. Que hay muchos cuerpos en la
ciudad."
No voy a engañaros, su razonamiento carecía de toda lógica.
Pero yo no soy nadie para cuestionar su comportamiento. Yo sólo soy un
observador. Y observé. Vaya si observé.
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