La vida se presentaba ante él como el cuadro, aún húmedo, sobre
el que algún aprendiz descuidado hubiese pasado un paño, corriendo la pintura,
difuminando la imagen, pero sin borrarla del todo. Igual que el aprendiz habría
sido reprendido, castigado, incluso abofeteado por su maestro, así había él debía
actuar con quien emborronó su vida. Porque aunque la obra de arte no estaba arruinada
completamente, ya había perdido ese matiz espontáneo que tanto había valorado
su creador. Aún podrían recuperarse los concisos trazos del genio y la suave
transición entre los colores, aún podría tratar de salvar las horas de duro
trabajo dedicadas a esa pintura… pero no, no merecería la pena. El daño estaba
ahí, entre pintura y lienzo, latente, lamiendo insaciable el esfuerzo de toda
una vida.
Las farolas lanzaban señales de auxilio desde la acera, sus
luces brillantes a través del cristal empañado del taxi. Llovía fuera y, ahora
que el taxi por fin se había parado, probablemente también dentro. No le
asustaban las goteras, sin embargo. Su sombrero le protegería, adecuado.
La vio salir del cine, un vidrio mojado entre ellos,
parándose cada poco para doblarse de risa ante los comentarios de cualquiera de
esas vacas estiradas que tenía por amigas. Sabía a ciencia cierta que la
película que habían visto era uno de esos dramas que, por algún motivo,
triunfan entre las mujeres de treinta y tantos con complejo de adolescentes. O,
contra todo pronóstico, esta vez había tocado un final feliz o, lo más
probable, habían escogido una víctima y se estaban dedicando a descuartizarla
con ese ingenio que las mujeres creen que tienen cuando se juntan para criticar
a alguien. Se estremeció con sólo pensar que el objeto de sus burlas bien podía
ser él mismo.
No veía paraguas en sus manos y, como de costumbre, no
llevaba bolso alguno en el que pudiese esconder ninguno (una vez le preguntó
porqué, y ella sólo arrugó el hocico e hizo un gesto de desdén). Eso
significaba que, una vez abandonase la seguridad de los soportales en los que
se refugiaba de momento, elegiría el autobús para volver a casa, en lugar de
andar. La vio despedirse, muchos pares de besos, y dirigirse a la parada con
las manos ocultas en los abultados bolsillos de su abrigo.
Un gesto al taxista, una nueva dirección. Los números rojos
seguían subiendo, pero el dinero nunca había sido un problema, y que le aspasen
si iba a empezar a serlo ahora. La carrera sería cara, pero ¿qué no lo es hoy
en día?
El coche volvió a detenerse, esta vez en una calle menos
concurrida pero igual de poco lúgubre. Pasaron diez minutos, y por fin la vio
aparecer al doblar la esquina. La lluvia había parado un rato antes, y sus
tacones golpeaban sin prisa la acera llena de pequeños charcos de la sangre del
cielo. Poesía, pensó desde el taxi, poesía y un cigarro. Sacó de su cartera el
dinero, se lo entregó al conductor y no se molestó en el cliché de
"quédese con las vueltas". Simplemente salió del coche. Dio un pequeño
portazo, leve para no despertar reticencias, pero con la suficiente energía
como para dejar claro que no necesitaría más de sus servicios.
El motor se puso en marcha a sus espaldas, y se alejó
mientras sacaba la cajetilla del bolsillo del pecho y protegía con la palma de
su mano la leve llama de su encendedor. Había parado justo frente a su portal,
y la calle no exactamente ancha, así que tarde o temprano le vería. De fondo,
sus tacones sonaban cada vez más fuerte hasta que enmudecieron de pronto. No levantó
la vista del cigarro hasta que…
"¿Patrick? ¿Patrick Desroubis?"
"Buenas noches, Alma"
La mujer sonrió, esa sonrisa traviesa que le había vuelto
loco desde el momento en que puso su ojos en ella.
"Querido Patrick, menuda sorpresa"
Su voz calmada le irritaba. Si su aparición le había causado
alguna inquietud, desde luego estaba haciendo maravillas para no hacerlo notar.
Siempre fue muy buena actuando, muy buena, como en tantas otras cosas.
"Te invitaría a subir, pero temo que decidas arrasar
con mis muebles de nuevo. La última vez que me visitaste tuve que inventarme un
allanamiento para que el seguro me cubriese los desperfectos. No es que te
guarde rencor, el policía que vino a hacer el parte era todo un bombón, y
además nunca me gustó demasiado esa paleta de colores, pero en fin"
Mientras hablaba, abrió su cartera y sacó de ella unas
sobrias llaves. Con que por fin había sucumbido a eso. Durante el tiempo que
pasaron juntos, jamás llevó una copia consigo al salir de casa. Decía que le
daban alergia emocional, que si las perdía lloraría inconsolablemente, y que estaba
destinada a perderlas. Esto había sido fuente de innumerables situaciones
incómodas, incontables escapadas de la oficina porque "mi turno ha
terminado antes de lo previsto y no pienso esperar sentada en el felpudo así que
ven de una vez a abrirme". Aun así,
en su día le parecía adorable. Otra mentira, otra marioneta más en el
espectáculo que habían sido los años que pasó a su lado.
"Es un detalle por tu parte venir. ¿Has recordado que
no me gusta volver sola a casa? Eres un encanto, siempre pensando en
protegerme. Al fin y al cabo, nunca se sabe qué clase de perturbados puedes
encontrarte en el portal a estas horas de la noche…"
Ahí estaba. Por fin, una pequeña grieta, un cuarteo en la
gruesa capa de maquillaje que era su cara. Dejó que el humo del tabaco hiciese
algo más de ruido al salir. Debió sobresaltarse, porque las llaves se
escurrieron entre sus dedos. Se agachó a buscarlas, frenética. El maquillaje
seguía cayendo.
"Descuida, Alma. No he venido a hacerte daño".
Ella se giró, agachada como estaba sobre sus talones, y le
miró a los ojos. Les separaban un par de metros, pero de pronto volvió a sentirla
parte de él, a sentirse uno con ella. Otro truco, supuso, otro de aquellos
trileros de mirada que tanto le gustaban. Le habían gustado. Maldita sea. Sonrió
de medio lado para sacársela de la cabeza. Debió asustarle el gesto, porque
retrocedió, gacela cauta que no sabe que el leopardo no tiene intención
alguna de hincarle el diente. La sonrisa se convirtió entonces en carcajada.
"¿En serio hemos llegado a esto, Alma?"
Se levanto, de nuevo con las llaves en la mano. Insertó una
en la cerradura y giró con violencia. Un chasquido metálico, y se quedó en la
mano con el espartano llavero y la cabeza de la llave ahora partida. Tragó
saliva, se giró lentamente para enfrentarse a él.
"Creo que deberías irte, Patrick. Los vecinos… los
vecinos oirán algo y llamarán a la policía".
La rabia que se había aletargado en lo profundo de su
estómago se hizo dueña de él por un momento. Por suerte, una voraz calada fue
capaz de mantenerla al margen. Si no, las consecuencias podrían haber sido
devastadoras.
"Te he dicho que no voy a hacerte daño. Y que yo sepa,
eres tú la que no cumple sus promesas. He venido a verte, querida Alma,
precisamente por eso. Porque te quiero. O mejor, porque te quise, y quise creer
que tú me querías"
"Yo… Patrick, sé que fue duro, pero tienes que pasar
página"
Continuó como si no la hubiese oído.
"Quise creerlo y, maldita sea, disimulaste tan bien que
podrías haber engañado hasta a un escéptico. Y yo no lo era, Alma, yo no lo
era. Yo quería creer en ti, en nosotros".
Abrió la boca, buscó alguna de las frases de entre su
repertorio. Qué decir cuando te están llamando mentirosa. No debió encontrar
nada útil, porque volvió a cerrarla sin emitir sonido.
"He vuelto para decirte que no te perdono. Conseguí
hablar con aquel otro tipo del que nunca querías hablar, aquel novio que
tuviste años antes de conocerme. Me contó que él sí te había perdonado, pero
que desearía no haberlo hecho, porque su perdón no te afectó. Me dijo que, si
aún no era tarde, guardase todo este rencor que tengo hacia ti en alguna caja
fuerte. Que no dejara que paralizase mi vida, pero que no lo tirara al río. Y
eso he hecho, Alma. Mi vida sigue. No es perfecta, como antes de conocerte, ni
es el sueño que fue mientras estuve contigo, pero en fin..."
Los charcos comenzaron a vibrar, dando la bienvenida al
relevo que llegaba desde el cielo. El cigarro se enfrió entre sus labios, alguna gota perdida debía de haberlo apagado. Cuando se dio cuenta, miró al
cielo, aún con la llave inútil en una mano y con la otra dentro del bolsillo.
"No te perdono, Alma" continuó él. "No te
perdono, y tengo la vana esperanza de que esa certeza te atormente una buena
temporada".
Patrick Desroubies se alejó lentamente del portal. Podía
notar en su espalda la mirada fija de Alma. Se la imaginó empapada, con el pelo
pegado a la frente y esa mirada de cachorro perdido que ponía de vez en cuando.
Se dirigió la parada de taxis más cercana y sin preocuparse
por la lluvia que volvía a caer con fuerza sobre la noche. Su larga gabardina y
su sombrero le mantenían a salvo.
Segunda parte
Elinor conoció al que sería su marido por casualidad, en la
aburrida presentación de un curso universitario. Él era mayor, aquella era su
tercera carrera, mientras que ella no era más que una jovencita romántica que
no tenía muy claro si prefería triunfar en el mundo de la abogacía o criar a
media docena de hermosos niños rubios (tres preciosos niños, todos castaños, y
una impecable trayectoria profesional después descubrió que no debería haberse
preocupado).
Pese a ser muy distintos congeniaron enseguida, y se casaron
en cuanto Elinor acabó sus estudios. Él se había puesto a trabajar unos años
antes, después de decidir que una tercera carrera no era estrictamente
necesaria. La familia y los amigos de la novia le miraban con cierta
reticencia, pero la diferencia de edad no era escandalosa y el joven procedía
de una buena familia, así que por suerte no pusieron muchas pegas. La ceremonia
fue sencilla, el día soleado, y Elinor recordaba el día de su boda con
nostalgia.
Muchos años después, en su aniversario número treinta y ocho,
los señores Desroubies paseaban cogidos del brazo por la avenida. Era lunes por
la mañana, así que no había demasiados transeúntes y se podía caminar con
tranquilidad. El matrimonio guardaba silencio, contentándose con la presencia
del otro. Llegaron a una de las plazas más concurridas de la ciudad y
aprovechando la hora temprana cogieron un sitio magnífico en la terraza de una
de las cafetería, mirando a la fuente rodeada de bancos donde palomas y jubilados
convivían armoniosamente.
El café estaba caliente, endulzado por una generosa cantidad
de sacarina. Solía ser azúcar, pero el doctor se había encargado de recordarle
varias veces que ya no tenía edad para excesos. Su esposo hizo un gesto al
camarero para pedir la cuenta mientras ella apuraba su bebida. Fue entonces
cuando notó esa extraña sensación en la nuca de que alguien les observaba.
Volvió la cabeza discretamente, y la vio.
Era una mujer elegante. Aunque nunca se le había dado muy
bien calcular edades a simple vista, parecía unos años mayor que ella. Estaba
sentada sola, unas mesas mas allá, en la terraza contigua. Miraba fijamente a
Elinor… No, a Elinor no.
"Patrick, querido, creo que tienes una admiradora"
Después de tantos años, no había suspicacia en semejante
afirmación. Más bien curiosidad, algo de sorpresa. Su marido rió.
"Sabes que soy extremadamente atractivo, Elinor, no sé
de qué te sorprendes"
"Cariño, es en serio. Esa mujer te mira fijamente.
Seguro que le debes dinero"
Patrick respondió con un resoplido a la broma de su mujer,
pero se asomó discretamente en la dirección que le había indicado. Guardó
silencio.
"¿Y bien? ¿La conoces de algo, o es otra de tus
enloquecidas seguidoras?"
Su marido no respondió, perdido en sus pensamientos.
"¿Patrick?"
Por fin apartó la vista de la mujer, que seguía con la
mirada fija en él. Lo hizo con una sonrisa triste en los labios.
"Patrick, ¿la conoces de algo?"
"La conocí, sí… Hace tanto tiempo. Ya la había olvidado
por completo"
Tomó la mano de su mujer y la apretó cariñosamente.
Cuando el camarero volvió con la cuenta, encontró un billete
que cubría de sobra la consumición.
Una mujer mayor, sin bolso, se dirigía apresuradamente a la
parada del autobús pese a que el sol brillaba en el cielo.
Una pareja celebraba casi cuarenta años de matrimonio.
El
marido, además, celebraba en secreto haber mentido tiempo atrás bajo la lluvia.
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