domingo, 29 de noviembre de 2015

Get them hysterical, keep them awake.




Primera parte

La vida se presentaba ante él como el cuadro, aún húmedo, sobre el que algún aprendiz descuidado hubiese pasado un paño, corriendo la pintura, difuminando la imagen, pero sin borrarla del todo. Igual que el aprendiz habría sido reprendido, castigado, incluso abofeteado por su maestro, así había él debía actuar con quien emborronó su vida. Porque aunque la obra de arte no estaba arruinada completamente, ya había perdido ese matiz espontáneo que tanto había valorado su creador. Aún podrían recuperarse los concisos trazos del genio y la suave transición entre los colores, aún podría tratar de salvar las horas de duro trabajo dedicadas a esa pintura… pero no, no merecería la pena. El daño estaba ahí, entre pintura y lienzo, latente, lamiendo insaciable el esfuerzo de toda una vida.

Las farolas lanzaban señales de auxilio desde la acera, sus luces brillantes a través del cristal empañado del taxi. Llovía fuera y, ahora que el taxi por fin se había parado, probablemente también dentro. No le asustaban las goteras, sin embargo. Su sombrero le protegería, adecuado.

La vio salir del cine, un vidrio mojado entre ellos, parándose cada poco para doblarse de risa ante los comentarios de cualquiera de esas vacas estiradas que tenía por amigas. Sabía a ciencia cierta que la película que habían visto era uno de esos dramas que, por algún motivo, triunfan entre las mujeres de treinta y tantos con complejo de adolescentes. O, contra todo pronóstico, esta vez había tocado un final feliz o, lo más probable, habían escogido una víctima y se estaban dedicando a descuartizarla con ese ingenio que las mujeres creen que tienen cuando se juntan para criticar a alguien. Se estremeció con sólo pensar que el objeto de sus burlas bien podía ser él mismo.

No veía paraguas en sus manos y, como de costumbre, no llevaba bolso alguno en el que pudiese esconder ninguno (una vez le preguntó porqué, y ella sólo arrugó el hocico e hizo un gesto de desdén). Eso significaba que, una vez abandonase la seguridad de los soportales en los que se refugiaba de momento, elegiría el autobús para volver a casa, en lugar de andar. La vio despedirse, muchos pares de besos, y dirigirse a la parada con las manos ocultas en los abultados bolsillos de su abrigo.

Un gesto al taxista, una nueva dirección. Los números rojos seguían subiendo, pero el dinero nunca había sido un problema, y que le aspasen si iba a empezar a serlo ahora. La carrera sería cara, pero ¿qué no lo es hoy en día?

El coche volvió a detenerse, esta vez en una calle menos concurrida pero igual de poco lúgubre. Pasaron diez minutos, y por fin la vio aparecer al doblar la esquina. La lluvia había parado un rato antes, y sus tacones golpeaban sin prisa la acera llena de pequeños charcos de la sangre del cielo. Poesía, pensó desde el taxi, poesía y un cigarro. Sacó de su cartera el dinero, se lo entregó al conductor y no se molestó en el cliché de "quédese con las vueltas". Simplemente salió del coche. Dio un pequeño portazo, leve para no despertar reticencias, pero con la suficiente energía como para dejar claro que no necesitaría más de sus servicios.

El motor se puso en marcha a sus espaldas, y se alejó mientras sacaba la cajetilla del bolsillo del pecho y protegía con la palma de su mano la leve llama de su encendedor. Había parado justo frente a su portal, y la calle no exactamente ancha, así que tarde o temprano le vería. De fondo, sus tacones sonaban cada vez más fuerte hasta que enmudecieron de pronto. No levantó la vista del cigarro hasta que…

"¿Patrick? ¿Patrick Desroubis?"

"Buenas noches, Alma"

La mujer sonrió, esa sonrisa traviesa que le había vuelto loco desde el momento en que puso su ojos en ella.

"Querido Patrick, menuda sorpresa"

Su voz calmada le irritaba. Si su aparición le había causado alguna inquietud, desde luego estaba haciendo maravillas para no hacerlo notar. Siempre fue muy buena actuando, muy buena, como en tantas otras cosas.

"Te invitaría a subir, pero temo que decidas arrasar con mis muebles de nuevo. La última vez que me visitaste tuve que inventarme un allanamiento para que el seguro me cubriese los desperfectos. No es que te guarde rencor, el policía que vino a hacer el parte era todo un bombón, y además nunca me gustó demasiado esa paleta de colores, pero en fin"

Mientras hablaba, abrió su cartera y sacó de ella unas sobrias llaves. Con que por fin había sucumbido a eso. Durante el tiempo que pasaron juntos, jamás llevó una copia consigo al salir de casa. Decía que le daban alergia emocional, que si las perdía lloraría inconsolablemente, y que estaba destinada a perderlas. Esto había sido fuente de innumerables situaciones incómodas, incontables escapadas de la oficina porque "mi turno ha terminado antes de lo previsto  y no pienso esperar sentada en el felpudo así que ven de una vez a abrirme".  Aun así, en su día le parecía adorable. Otra mentira, otra marioneta más en el espectáculo que habían sido los años que pasó a su lado.

"Es un detalle por tu parte venir. ¿Has recordado que no me gusta volver sola a casa? Eres un encanto, siempre pensando en protegerme. Al fin y al cabo, nunca se sabe qué clase de perturbados puedes encontrarte en el portal a estas horas de la noche…"

Ahí estaba. Por fin, una pequeña grieta, un cuarteo en la gruesa capa de maquillaje que era su cara. Dejó que el humo del tabaco hiciese algo más de ruido al salir. Debió sobresaltarse, porque las llaves se escurrieron entre sus dedos. Se agachó a buscarlas, frenética. El maquillaje seguía cayendo.

"Descuida, Alma. No he venido a hacerte daño".

Ella se giró, agachada como estaba sobre sus talones, y le miró a los ojos. Les separaban un par de metros, pero de pronto volvió a sentirla parte de él, a sentirse uno con ella. Otro truco, supuso, otro de aquellos trileros de mirada que tanto le gustaban. Le habían gustado. Maldita sea. Sonrió de medio lado para sacársela de la cabeza. Debió asustarle el gesto, porque retrocedió, gacela cauta que no sabe que el leopardo no tiene intención alguna de hincarle el diente. La sonrisa se convirtió entonces en carcajada.

"¿En serio hemos llegado a esto, Alma?"

Se levanto, de nuevo con las llaves en la mano. Insertó una en la cerradura y giró con violencia. Un chasquido metálico, y se quedó en la mano con el espartano llavero y la cabeza de la llave ahora partida. Tragó saliva, se giró lentamente para enfrentarse a él.

"Creo que deberías irte, Patrick. Los vecinos… los vecinos oirán algo y llamarán a la policía".

La rabia que se había aletargado en lo profundo de su estómago se hizo dueña de él por un momento. Por suerte, una voraz calada fue capaz de mantenerla al margen. Si no, las consecuencias podrían haber sido devastadoras.

"Te he dicho que no voy a hacerte daño. Y que yo sepa, eres tú la que no cumple sus promesas. He venido a verte, querida Alma, precisamente por eso. Porque te quiero. O mejor, porque te quise, y quise creer que tú me querías"

"Yo… Patrick, sé que fue duro, pero tienes que pasar página"

Continuó como si no la hubiese oído.

"Quise creerlo y, maldita sea, disimulaste tan bien que podrías haber engañado hasta a un escéptico. Y yo no lo era, Alma, yo no lo era. Yo quería creer en ti, en nosotros".

Abrió la boca, buscó alguna de las frases de entre su repertorio. Qué decir cuando te están llamando mentirosa. No debió encontrar nada útil, porque volvió a cerrarla sin emitir sonido.

"He vuelto para decirte que no te perdono. Conseguí hablar con aquel otro tipo del que nunca querías hablar, aquel novio que tuviste años antes de conocerme. Me contó que él sí te había perdonado, pero que desearía no haberlo hecho, porque su perdón no te afectó. Me dijo que, si aún no era tarde, guardase todo este rencor que tengo hacia ti en alguna caja fuerte. Que no dejara que paralizase mi vida, pero que no lo tirara al río. Y eso he hecho, Alma. Mi vida sigue. No es perfecta, como antes de conocerte, ni es el sueño que fue mientras estuve contigo, pero en fin..."

Los charcos comenzaron a vibrar, dando la bienvenida al relevo que llegaba desde el cielo. El cigarro se enfrió entre sus labios, alguna gota perdida debía de haberlo apagado. Cuando se dio cuenta, miró al cielo, aún con la llave inútil en una mano y con la otra dentro del bolsillo.

"No te perdono, Alma" continuó él. "No te perdono, y tengo la vana esperanza de que esa certeza te atormente una buena temporada".

Patrick Desroubies se alejó lentamente del portal. Podía notar en su espalda la mirada fija de Alma. Se la imaginó empapada, con el pelo pegado a la frente y esa mirada de cachorro perdido que ponía de vez en cuando.

Se dirigió la parada de taxis más cercana y sin preocuparse por la lluvia que volvía a caer con fuerza sobre la noche. Su larga gabardina y su sombrero le mantenían a salvo. 


Segunda parte

Elinor conoció al que sería su marido por casualidad, en la aburrida presentación de un curso universitario. Él era mayor, aquella era su tercera carrera, mientras que ella no era más que una jovencita romántica que no tenía muy claro si prefería triunfar en el mundo de la abogacía o criar a media docena de hermosos niños rubios (tres preciosos niños, todos castaños, y una impecable trayectoria profesional después descubrió que no debería haberse preocupado).

Pese a ser muy distintos congeniaron enseguida, y se casaron en cuanto Elinor acabó sus estudios. Él se había puesto a trabajar unos años antes, después de decidir que una tercera carrera no era estrictamente necesaria. La familia y los amigos de la novia le miraban con cierta reticencia, pero la diferencia de edad no era escandalosa y el joven procedía de una buena familia, así que por suerte no pusieron muchas pegas. La ceremonia fue sencilla, el día soleado, y Elinor recordaba el día de su boda con nostalgia.

Muchos años después, en su aniversario número treinta y ocho, los señores Desroubies paseaban cogidos del brazo por la avenida. Era lunes por la mañana, así que no había demasiados transeúntes y se podía caminar con tranquilidad. El matrimonio guardaba silencio, contentándose con la presencia del otro. Llegaron a una de las plazas más concurridas de la ciudad y aprovechando la hora temprana cogieron un sitio magnífico en la terraza de una de las cafetería, mirando a la fuente rodeada de bancos donde palomas y jubilados convivían armoniosamente.

El café estaba caliente, endulzado por una generosa cantidad de sacarina. Solía ser azúcar, pero el doctor se había encargado de recordarle varias veces que ya no tenía edad para excesos. Su esposo hizo un gesto al camarero para pedir la cuenta mientras ella apuraba su bebida. Fue entonces cuando notó esa extraña sensación en la nuca de que alguien les observaba. Volvió la cabeza discretamente, y la vio.

Era una mujer elegante. Aunque nunca se le había dado muy bien calcular edades a simple vista, parecía unos años mayor que ella. Estaba sentada sola, unas mesas mas allá, en la terraza contigua. Miraba fijamente a Elinor… No, a Elinor no.

"Patrick, querido, creo que tienes una admiradora"

Después de tantos años, no había suspicacia en semejante afirmación. Más bien curiosidad, algo de sorpresa. Su marido rió.

"Sabes que soy extremadamente atractivo, Elinor, no sé de qué te sorprendes"

"Cariño, es en serio. Esa mujer te mira fijamente. Seguro que le debes dinero"

Patrick respondió con un resoplido a la broma de su mujer, pero se asomó discretamente en la dirección que le había indicado. Guardó silencio.

"¿Y bien? ¿La conoces de algo, o es otra de tus enloquecidas seguidoras?"

Su marido no respondió, perdido en sus pensamientos.

"¿Patrick?"

Por fin apartó la vista de la mujer, que seguía con la mirada fija en él. Lo hizo con una sonrisa triste en los labios.

"Patrick, ¿la conoces de algo?"

"La conocí, sí… Hace tanto tiempo. Ya la había olvidado por completo"

Tomó la mano de su mujer y la apretó cariñosamente.

Cuando el camarero volvió con la cuenta, encontró un billete que cubría de sobra la consumición.

Una mujer mayor, sin bolso, se dirigía apresuradamente a la parada del autobús pese a que el sol brillaba en el cielo.

Una pareja celebraba casi cuarenta años de matrimonio.

El marido, además, celebraba en secreto haber mentido tiempo atrás bajo la lluvia.

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