La noche es fría, y tus pasos todo lo largos que te permite tu metro sesenta. Eres joven, unos veinte años, y rubia, aunque las raíces están oscurecidas. Caminas por una paralela a Fuencarral, un martes a las siete de la tarde, en diciembre. La calle está animada, hay gente fuera aunque abrigada hasta los dientes. El termómetro ha bajado esa semana en Madrid, llegó el momento de los gorros con pompones. Los negocios, sin embargo, no parecen muy boyantes. Un grupo de amigos en el japonés, y una pareja en la crepería. La librería de viejo que encontraste un día por casualidad está cerrando. Te cruzas con un grupo de chicas vestidas de Lolita, pero no te sorprendes. Al fin y al cabo esto es Malasaña. Para no chocar, abandonas la acera e invades el asfalto. Te sientes un poco coche, hasta que una tardía furgoneta de reparto te devuelve a la ignorada acera.
La noche es fría, y tus pasos te llevan a una calle más
tranquila. Por aquí vivía un compañero de clase, crees recordar, en alguno de
estos portales. Los bolsillos no bastan para mantener tus manos calientes. Buscas
los guantes, los encuentras en el fondo de la mochila que te regaló tu madre el
día anterior. El viento se lleva el olor a cuero que aún conserva, aunque de
todos modos a ti nunca te molestó. Sin detenerte maniobras para volver a
cerrarla. Primero ajustas el cordón, luego una hebilla, después la otra. Los guantes
son morados, y no demasiado efectivos. No tienes otra cosa, así que te los
pones, vuelves a guardar las manos en los bolsillo y confías en que sea
suficiente. No lo es.
La noche es fría, y tus pasos se detienen poco a poco cuando un escaparate llama tu
atención. Ahora estás en una calle totalmente desierta, oscura del todo si no
fuese por un par de tímidos faroles que cuelgan de las fachadas. Las tiendas
llevan cerradas un buen rato. Sospechas que incluso días. Algunos cristales
tienen pintadas, o carteles de "se alquila". Más abajo se adivina un
cartel morado de peluquería e incluso uno rojo de tienda de chinos. El
escaparate que tienes en frente no es nada especial, un par de maniquíes con la
peluca descentrada, algo de ropa vintage al fondo y un grafiti en el metal que
oculta la puerta. Desde donde estás colocada puedes verte en el reflejo. Nada nuevo,
hasta que por fin te fijas en el punto rojo que ha aparecido de pronto en tu
frente. Un disparo después, yaces muerta en la acera, un charco de sangre haciéndose cada vez mayor.
Continuará
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