Casi te parece ver que el arma humea después del disparo,
como la boca que expulsa el aliento al hablar durante el invierno, aunque la
temperatura es buena. Te asomas a la ventana, mero trámite, ya sabes que has
acertado. Efectivamente, el objetivo ha sido alcanzado. Llevas toda la tarde
esperando en ese apartamento destartalado. Hace tiempo debió de ser incluso
acogedor, pero los años y, probablemente, los ocupas lo han dejado bastante
destrozado. La ventana, por ejemplo, perdió sus cristales de leche hace tiempo,
y no le han salido aún los definitivos. No es que te quejes, te ha venido de
perlas.
Poco a poco empiezas a desmontar tu equipo y a guardarlo
cuidadosamente en el cliché de la funda de un violín. Tienes cuarenta y tres
años, ocho meses y seis días, y cumplirás cuarenta y cuatro en mayo. Matarás a
quien lo diga, pero has de reconocer que empiezas a quedarte calvo. Te queda el
consuelo de que llegaste a los cuarenta presumiendo de melena, no como tu
hermano mayor, que empezó a perder pelo casi desde los veinte.
Una vez acabas de recoger nadie podría decir que has estado
en la habitación, en el apartamento o incluso en el edificio. Parece que hasta
el polvo se ha apresurado en volver a todos los rincones de los que tu
presencia le echó, en un gesto de muda complicidad. Casi se lo agradeces, pero
luego recuerdas que leíste que el setenta por ciento del polvo son restos de
piel humana, y decides que no quieres implicar los restos de nadie en el
asunto.
Hay que mantener las apariencias, así que decides ponerte el
gorro aunque apenas haga frío. Al fin y al cabo, es una manera estupenda de
ocultar las entradas. Antes te pasas una mano por el pelo. Va siendo hora de
cortarlo. Quizá hasta te rapes para parecer más joven, aunque probablemente tu
madre no lo apruebe. Después del gorro (ingenioso, ¿verdad?) irían los guantes,
pero eres un profesional y obviamente no te los has quitado en todo este
tiempo. Nadie va a venir a mirar, pero por si acaso. Te pones la bufanda, eso
sí, y subes la cremallera del abrigo hasta arriba.
De esta guisa, con la funda a un hombro y las manos en los
bolsillos, sales del edificio. Son las ocho y cuarto de la mañana, y la calle
aún no ha despertado del todo. Las fachadas están desnudas, los adornos de
Navidad guardados desde la semana anterior. Lentamente te diriges a Tribunal,
pero paras en una cafetería primero para desayunar churros con café.
Normalmente hubieses preferido chocolate, pero te espera un largo día y no es
una buena idea dormirse en la oficina. Acabas, pagas la cuenta, saludas y te
marchas. De camino al metro te cruzas con un grupo de estudiantes que se
dirigen a un instituto cercano. Te compadeces un poco de sus caras de sueño, y
de sus legañas, pero no demasiado porque es viernes.
Cuando por fin vas a entrar en el metro, recuerdas algo. Te
paras a mitad de las escaleras, y te echas a un lado para que no te arrolle la
gente que sale. Con cuidado, te quitas uno de los guantes, sacas el móvil del
bolsillo y marcas un número. Dos tonos de llamada después, el trabajo está
acabado. Picas tu billete y bajas hasta el andén de la línea uno, dirección
Pinar de Chamartín. Al cabo de dos minutos, pasa el tren.
Continuará
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