martes, 26 de enero de 2016

Segundos


Casi te parece ver que el arma humea después del disparo, como la boca que expulsa el aliento al hablar durante el invierno, aunque la temperatura es buena. Te asomas a la ventana, mero trámite, ya sabes que has acertado. Efectivamente, el objetivo ha sido alcanzado. Llevas toda la tarde esperando en ese apartamento destartalado. Hace tiempo debió de ser incluso acogedor, pero los años y, probablemente, los ocupas lo han dejado bastante destrozado. La ventana, por ejemplo, perdió sus cristales de leche hace tiempo, y no le han salido aún los definitivos. No es que te quejes, te ha venido de perlas.

Poco a poco empiezas a desmontar tu equipo y a guardarlo cuidadosamente en el cliché de la funda de un violín. Tienes cuarenta y tres años, ocho meses y seis días, y cumplirás cuarenta y cuatro en mayo. Matarás a quien lo diga, pero has de reconocer que empiezas a quedarte calvo. Te queda el consuelo de que llegaste a los cuarenta presumiendo de melena, no como tu hermano mayor, que empezó a perder pelo casi desde los veinte.

Una vez acabas de recoger nadie podría decir que has estado en la habitación, en el apartamento o incluso en el edificio. Parece que hasta el polvo se ha apresurado en volver a todos los rincones de los que tu presencia le echó, en un gesto de muda complicidad. Casi se lo agradeces, pero luego recuerdas que leíste que el setenta por ciento del polvo son restos de piel humana, y decides que no quieres implicar los restos de nadie en el asunto.

Hay que mantener las apariencias, así que decides ponerte el gorro aunque apenas haga frío. Al fin y al cabo, es una manera estupenda de ocultar las entradas. Antes te pasas una mano por el pelo. Va siendo hora de cortarlo. Quizá hasta te rapes para parecer más joven, aunque probablemente tu madre no lo apruebe. Después del gorro (ingenioso, ¿verdad?) irían los guantes, pero eres un profesional y obviamente no te los has quitado en todo este tiempo. Nadie va a venir a mirar, pero por si acaso. Te pones la bufanda, eso sí, y subes la cremallera del abrigo hasta arriba.

De esta guisa, con la funda a un hombro y las manos en los bolsillos, sales del edificio. Son las ocho y cuarto de la mañana, y la calle aún no ha despertado del todo. Las fachadas están desnudas, los adornos de Navidad guardados desde la semana anterior. Lentamente te diriges a Tribunal, pero paras en una cafetería primero para desayunar churros con café. Normalmente hubieses preferido chocolate, pero te espera un largo día y no es una buena idea dormirse en la oficina. Acabas, pagas la cuenta, saludas y te marchas. De camino al metro te cruzas con un grupo de estudiantes que se dirigen a un instituto cercano. Te compadeces un poco de sus caras de sueño, y de sus legañas, pero no demasiado porque es viernes.


Cuando por fin vas a entrar en el metro, recuerdas algo. Te paras a mitad de las escaleras, y te echas a un lado para que no te arrolle la gente que sale. Con cuidado, te quitas uno de los guantes, sacas el móvil del bolsillo y marcas un número. Dos tonos de llamada después, el trabajo está acabado. Picas tu billete y bajas hasta el andén de la línea uno, dirección Pinar de Chamartín. Al cabo de dos minutos, pasa el tren.
Continuará

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