Habían pasado horas desde el medio día, y el sol había
acariciado mi nuca durante todo mi viaje. En las orillas del camino aún
quedaban restos de la nieve que todavía resistía a la llegada de la primavera,
y que convivía con las primeras flores de la estación. Cuando llegué, toda la
tribu me esperaba en un espacio entre varias tiendas, con pretensiones de
plaza. Unos cuarenta o cincuenta pares de ojos pardos me observaban con una
expresión entre la curiosidad y el recelo. En seguida una anciana se adelantó,
flanqueada por media docena de jóvenes de largos cabellos rubios. Se presentó
como la madre de la aldea, la matriarca, la líder del pueblo a todos los
efectos. Su piel era tan pálida como la del resto de la tribu pero sus ojos,
que en su juventud debieron ser igual de oscuros que los demás, ahora miraban
con un claro azul, vidrioso y frágil.
La anciana me saludó con la fórmula típica entre los pueblos
del valle, y después dijo unas palabras que no entendí, probablemente en el
dialecto de la tribu. Respondí en la lengua común, y ella asintió con gesto
amable, dando a entender que comprendía y no daba importancia a mis titubeos
con el idioma. Una vez intercambiadas las cortesías, los vecinos empezaron a
perder interés, y volvieron a sus tareas. Sólo algunos niños seguían mirando,
señalando mi cabeza y haciendo gestos de asombro. Probablemente fuese el primer
forastero al que habían visto, y en una región de cabellos lacios y claros, mis
rizos castaños causaban confusión entre los más jóvenes.
Una de las muchachas de su modesta comitiva tomó mi morral,
otra tomó mi cayado, y una tercera me hizo una seña para que la siguiese. Me
llevó hasta el interior de una de las tiendas más alejadas, y con pocas
palabras me indicó que debía asearme y ponerme cómodo antes de que la Madre me
visitara. En cuanto salió, apresuradamente, de la tienda, tuve la oportunidad
de observar con más detenimiento la oscura estancia. Un lecho de pieles ocupaba
la esquina más alejada de la entrada, resguardado por un par de muebles de
madera toscamente tallada. Sobre uno de ellos descansaba una lámpara de aceite,
y sobre el otro mi exiguo equipaje. Al fondo, oculto a la vista por una cortina
colgada de uno de los nervios de la tienda, encontré un barreño con agua
templada. Cambié mis ropas y lavé mis pies con presteza, y salí para
encontrarme de nuevo con la anciana. A la entrada de la tienda me esperaba otra
muchacha, que en silencio me condujo hasta la choza de la matriarca, la única
construcción de madera y roca del poblado, cubierta con un grueso tejado de
paja.
Una voz me invitó a pasar, pero mi joven guía se quedó en el
exterior. La única luz procedía de un afilado fuego que se resguardaba en una
chimenea de piedra en el centro de la estancia. A solas, la vetusta mujer
parecía haber perdido gran parte de su poderosa presencia, y su gesto, que
había sido serio pero amable, se tornó duro. En pocas palabras repitió las
circunstancias que me habían llevado hasta aquel lugar. Uno de los aldeanos más
jóvenes oyó hablar de un hechicero de tierras lejanas de un inusitado poder, y
la matriarca había decidido hacerle llegar un mensaje implorando su ayuda. Me
confesó que, por lo que había oído de mí, esperaba una presencia algo más
imponente, pero que si de verdad era capaz de socorrer a su pueblo las
apariencias poco importaban.
Por fin, empezó a hablar de lo que realmente me interesaba.
Con la brevedad narrativa que, al parecer, predominaba en estos lugares, me
contó que desde hacía años su tribu había sido atacada por un espíritu, un
espectro maligno. Al principio muchos valientes habían tratado de vencerlo,
pero los hombres no regresaban y las mujeres lo hacían entre delirios de locura
que las llevaban a la muerte a los pocos días. El ente se aparecía en lo más
cerrado de la noche, y atraía a las cazadoras rezagadas o a los pastores que
cuidaban sus rebaños. Nadie lo había visto y había vivido tiempo suficiente en
el mundo de los cuerdos para describirlo pero, en sus desvaríos previos a la
muerte, las supervivientes hablaban sobre piel atizonada y ojos de tormenta.
Mi misión sería sencilla pero, probablemente, poco exitosa.
Debía encontrar al espíritu y alejarlo de las tierras de los vivos, devolverlo
a su morada en el inframundo y regresar a la aldea triunfante para recibir la
recompensa acordada. Fingí regatear, el premio me importaba bien poco, pero no
quería dar explicaciones sobre mis motivos. Cuando finalmente pactamos una
retribución que nos satisfizo a ambos, cerramos el acuerdo, y me hizo saber que
una comitiva me guiaría hasta el pie del monte en el que, según las
habladurías, habitaba el ser. También me pidió discreción, puesto que no quería
alarmar más de lo necesario a los habitantes. Acabada nuestra conversación, me
condujo hasta un prado algo alejado, donde ya había preparado y servido un
festín en el que toda la aldea participó. No me quedé a ver las danzas ni a
escuchar los cantos, me disculpé enseguida y me retiré a mi tienda.
La mañana siguiente amaneció más fría que la anterior. Salí
de mi tienda, ya preparado, con los primeros rayos de sol, y me alegró
comprobar que mi escolta ya estaba lista, y esperándome, a la entrada del
pueblo. Partimos sin gran boato, después de unas palabras y de recibir la
bendición de la Madre, que recordó una vez más que aunque mi apariencia no era
la de un gran guerrero, guerreros habían sido los primeros en perecer en otras
ocasiones.
El monte al que nos dirigíamos no estaba muy lejos, pero nos
movíamos despacio y con numerosas paradas, como si una poderosa fuerza empujara
a mis compañeros de camino a alejarse, y no a avanzar hacia la montaña. La
lentitud de la marcha me permitió admirar el paisaje, que iba cambiando ante
mis ojos, transformando la suavidad del valle por lo abrupto de las montañas. A
los lados del camino, los pastos iban dejando paso a grandes árboles, de
troncos delgados pero firmemente anclados en la tierra. Cuando el último de los
hombres desapareció en un recodo del camino de vuelta a la aldea ya casi no
quedaba luz del sol. No me detuve a descansar, dispuesto a aprovechar hasta el
último minuto de luz. Cuando la negrura acabó por envolverme, con la luz de las
estrellas demasiado lejana para guiarme y la luna desaparecida por esa noche,
se hizo evidente que sería imposible continuar sin correr el riesgo de tropezar
y abrirme la crisma. Paré y, a tientas, encontré el que me pareció un buen
lugar para pasar las horas de oscuridad.
Me despertaron, en los ojos, las primeras luces filtradas
por las hojas de los árboles que sin pretenderlo se habían convertido en mi
dosel, y en los oídos una suave música que, una vez cumplida su misión de
sacarme del sueño, parecía ir alejándose, tentando a mi espíritu curioso a
seguirla. Eso hice, incorporándome enseguida y sin molestarme por sacudir de
mis ropas las cortezas y hojas que se me habían pegado durante la noche.
Perseguí a la música siempre ladera arriba, con la sospecha de que me llevaría
directamente a los brazos del espectro al que iba buscando. El sol se asomaba
sobre el horizonte cuando alcancé la cima, y me cegó por un momento. En cuanto
mi visión se adaptó pude por fin ver, recortada como una sombra en medio de
tanta luz, al objeto de mi búsqueda.
El espectro era una mujer, o al menos parecía serlo. Se
erguía regia, como una antigua diosa, en lo alto de la montaña. Tal y como
había oído en el pueblo, su piel era negra y sus ojos grises, pero nada me
hubiese podido preparar para la realidad de estos hechos. Su piel no era
simplemente oscura, no, era negra y brillante, como si una estatua de ónice
hubiese despertado a la vida y en sus ojos de cristal hubiera capturada una
tormenta.
De pronto se levantó un potente viento, y la túnica que cubría
su figura se tornó en llamas de plata que la envolvieron, bailando con sus
níveos cabellos.
Tan repentino como había llegado, el viento se marchó, y con
él la mujer, que pareció acabar de consumirse en el argentado fuego que la
había rodeado. Antes de desaparecer del todo, sin embargo, me dedicó una
sonrisa traviesa.
Pasé un par de días más en la montaña, esperando al momento
adecuado para volver al pueblo y anunciar un fracaso del que no estaba seguro.
Cuando por fin lo hice, la Madre no pareció sorprendida, ni siquiera
decepcionada, más bien resignada a vivir siempre con la sombra del miedo.
Agradecí a toda la tribu su hospitalidad, y me despidieron tan silenciosamente
como me habían recibido.
Durante los meses siguientes me dediqué a visitar otros
pueblos de la zona, y en todos me recibían con los mismos rumores que en el
primero, historias sobre un demonio que atraía a los hombres a la muerte y a
las mujeres a la locura. Hasta que, justo antes de dejar esa tierra
definitivamente, llegué a una aldea en la que me recibieron con extrañas
noticias. Al parecer, una mujer había conseguido vencer al espectro, atacándolo
con una antorcha hasta reducirlo a cenizas. La amenaza había acabado, y los
pueblos del valle respiraban tranquilos.
Yo, que sabía la verdad, tuve que ocultar una sonrisa. La
había llamado Venus, en mi cabeza, e igual que la diosa sobre la que tanto
había leído, estaba seguro de que esta otra Venus, mi Venus, iría ya en busca de algún otro pueblo al que
atormentar.
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