jueves, 11 de febrero de 2016

GINOIDES XII La diosa en lo alto de la montaña

Habían pasado horas desde el medio día, y el sol había acariciado mi nuca durante todo mi viaje. En las orillas del camino aún quedaban restos de la nieve que todavía resistía a la llegada de la primavera, y que convivía con las primeras flores de la estación. Cuando llegué, toda la tribu me esperaba en un espacio entre varias tiendas, con pretensiones de plaza. Unos cuarenta o cincuenta pares de ojos pardos me observaban con una expresión entre la curiosidad y el recelo. En seguida una anciana se adelantó, flanqueada por media docena de jóvenes de largos cabellos rubios. Se presentó como la madre de la aldea, la matriarca, la líder del pueblo a todos los efectos. Su piel era tan pálida como la del resto de la tribu pero sus ojos, que en su juventud debieron ser igual de oscuros que los demás, ahora miraban con un claro azul, vidrioso y frágil.

La anciana me saludó con la fórmula típica entre los pueblos del valle, y después dijo unas palabras que no entendí, probablemente en el dialecto de la tribu. Respondí en la lengua común, y ella asintió con gesto amable, dando a entender que comprendía y no daba importancia a mis titubeos con el idioma. Una vez intercambiadas las cortesías, los vecinos empezaron a perder interés, y volvieron a sus tareas. Sólo algunos niños seguían mirando, señalando mi cabeza y haciendo gestos de asombro. Probablemente fuese el primer forastero al que habían visto, y en una región de cabellos lacios y claros, mis rizos castaños causaban confusión entre los más jóvenes.

Una de las muchachas de su modesta comitiva tomó mi morral, otra tomó mi cayado, y una tercera me hizo una seña para que la siguiese. Me llevó hasta el interior de una de las tiendas más alejadas, y con pocas palabras me indicó que debía asearme y ponerme cómodo antes de que la Madre me visitara. En cuanto salió, apresuradamente, de la tienda, tuve la oportunidad de observar con más detenimiento la oscura estancia. Un lecho de pieles ocupaba la esquina más alejada de la entrada, resguardado por un par de muebles de madera toscamente tallada. Sobre uno de ellos descansaba una lámpara de aceite, y sobre el otro mi exiguo equipaje. Al fondo, oculto a la vista por una cortina colgada de uno de los nervios de la tienda, encontré un barreño con agua templada. Cambié mis ropas y lavé mis pies con presteza, y salí para encontrarme de nuevo con la anciana. A la entrada de la tienda me esperaba otra muchacha, que en silencio me condujo hasta la choza de la matriarca, la única construcción de madera y roca del poblado, cubierta con un grueso tejado de paja.

Una voz me invitó a pasar, pero mi joven guía se quedó en el exterior. La única luz procedía de un afilado fuego que se resguardaba en una chimenea de piedra en el centro de la estancia. A solas, la vetusta mujer parecía haber perdido gran parte de su poderosa presencia, y su gesto, que había sido serio pero amable, se tornó duro. En pocas palabras repitió las circunstancias que me habían llevado hasta aquel lugar. Uno de los aldeanos más jóvenes oyó hablar de un hechicero de tierras lejanas de un inusitado poder, y la matriarca había decidido hacerle llegar un mensaje implorando su ayuda. Me confesó que, por lo que había oído de mí, esperaba una presencia algo más imponente, pero que si de verdad era capaz de socorrer a su pueblo las apariencias poco importaban.

Por fin, empezó a hablar de lo que realmente me interesaba. Con la brevedad narrativa que, al parecer, predominaba en estos lugares, me contó que desde hacía años su tribu había sido atacada por un espíritu, un espectro maligno. Al principio muchos valientes habían tratado de vencerlo, pero los hombres no regresaban y las mujeres lo hacían entre delirios de locura que las llevaban a la muerte a los pocos días. El ente se aparecía en lo más cerrado de la noche, y atraía a las cazadoras rezagadas o a los pastores que cuidaban sus rebaños. Nadie lo había visto y había vivido tiempo suficiente en el mundo de los cuerdos para describirlo pero, en sus desvaríos previos a la muerte, las supervivientes hablaban sobre piel atizonada y ojos de tormenta.

Mi misión sería sencilla pero, probablemente, poco exitosa. Debía encontrar al espíritu y alejarlo de las tierras de los vivos, devolverlo a su morada en el inframundo y regresar a la aldea triunfante para recibir la recompensa acordada. Fingí regatear, el premio me importaba bien poco, pero no quería dar explicaciones sobre mis motivos. Cuando finalmente pactamos una retribución que nos satisfizo a ambos, cerramos el acuerdo, y me hizo saber que una comitiva me guiaría hasta el pie del monte en el que, según las habladurías, habitaba el ser. También me pidió discreción, puesto que no quería alarmar más de lo necesario a los habitantes. Acabada nuestra conversación, me condujo hasta un prado algo alejado, donde ya había preparado y servido un festín en el que toda la aldea participó. No me quedé a ver las danzas ni a escuchar los cantos, me disculpé enseguida y me retiré a mi tienda.

La mañana siguiente amaneció más fría que la anterior. Salí de mi tienda, ya preparado, con los primeros rayos de sol, y me alegró comprobar que mi escolta ya estaba lista, y esperándome, a la entrada del pueblo. Partimos sin gran boato, después de unas palabras y de recibir la bendición de la Madre, que recordó una vez más que aunque mi apariencia no era la de un gran guerrero, guerreros habían sido los primeros en perecer en otras ocasiones.

El monte al que nos dirigíamos no estaba muy lejos, pero nos movíamos despacio y con numerosas paradas, como si una poderosa fuerza empujara a mis compañeros de camino a alejarse, y no a avanzar hacia la montaña. La lentitud de la marcha me permitió admirar el paisaje, que iba cambiando ante mis ojos, transformando la suavidad del valle por lo abrupto de las montañas. A los lados del camino, los pastos iban dejando paso a grandes árboles, de troncos delgados pero firmemente anclados en la tierra. Cuando el último de los hombres desapareció en un recodo del camino de vuelta a la aldea ya casi no quedaba luz del sol. No me detuve a descansar, dispuesto a aprovechar hasta el último minuto de luz. Cuando la negrura acabó por envolverme, con la luz de las estrellas demasiado lejana para guiarme y la luna desaparecida por esa noche, se hizo evidente que sería imposible continuar sin correr el riesgo de tropezar y abrirme la crisma. Paré y, a tientas, encontré el que me pareció un buen lugar para pasar las horas de oscuridad.

Me despertaron, en los ojos, las primeras luces filtradas por las hojas de los árboles que sin pretenderlo se habían convertido en mi dosel, y en los oídos una suave música que, una vez cumplida su misión de sacarme del sueño, parecía ir alejándose, tentando a mi espíritu curioso a seguirla. Eso hice, incorporándome enseguida y sin molestarme por sacudir de mis ropas las cortezas y hojas que se me habían pegado durante la noche. Perseguí a la música siempre ladera arriba, con la sospecha de que me llevaría directamente a los brazos del espectro al que iba buscando. El sol se asomaba sobre el horizonte cuando alcancé la cima, y me cegó por un momento. En cuanto mi visión se adaptó pude por fin ver, recortada como una sombra en medio de tanta luz, al objeto de mi búsqueda.

El espectro era una mujer, o al menos parecía serlo. Se erguía regia, como una antigua diosa, en lo alto de la montaña. Tal y como había oído en el pueblo, su piel era negra y sus ojos grises, pero nada me hubiese podido preparar para la realidad de estos hechos. Su piel no era simplemente oscura, no, era negra y brillante, como si una estatua de ónice hubiese despertado a la vida y en sus ojos de cristal hubiera capturada una tormenta.

De pronto se levantó un potente viento, y la túnica que cubría su figura se tornó en llamas de plata que la envolvieron, bailando con sus níveos cabellos.

Tan repentino como había llegado, el viento se marchó, y con él la mujer, que pareció acabar de consumirse en el argentado fuego que la había rodeado. Antes de desaparecer del todo, sin embargo, me dedicó una sonrisa traviesa.

Pasé un par de días más en la montaña, esperando al momento adecuado para volver al pueblo y anunciar un fracaso del que no estaba seguro. Cuando por fin lo hice, la Madre no pareció sorprendida, ni siquiera decepcionada, más bien resignada a vivir siempre con la sombra del miedo. Agradecí a toda la tribu su hospitalidad, y me despidieron tan silenciosamente como me habían recibido.

Durante los meses siguientes me dediqué a visitar otros pueblos de la zona, y en todos me recibían con los mismos rumores que en el primero, historias sobre un demonio que atraía a los hombres a la muerte y a las mujeres a la locura. Hasta que, justo antes de dejar esa tierra definitivamente, llegué a una aldea en la que me recibieron con extrañas noticias. Al parecer, una mujer había conseguido vencer al espectro, atacándolo con una antorcha hasta reducirlo a cenizas. La amenaza había acabado, y los pueblos del valle respiraban tranquilos.

Yo, que sabía la verdad, tuve que ocultar una sonrisa. La había llamado Venus, en mi cabeza, e igual que la diosa sobre la que tanto había leído, estaba seguro de que esta otra Venus, mi Venus, iría ya en busca de algún otro pueblo al que atormentar.




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