jueves, 18 de febrero de 2016

Una serie de obligaciones, VI

Desde que la inocencia de Matthew salió a la luz, el  teléfono no había dejado de sonar. La mayoría eran periodistas, reporteros en busca de una exclusiva. Esas llamabas acababan rápido, normalmente después de un par de gritos de Joseph recriminándoles su hipocresía. Linda, su esposa, opinaba que estaba siendo demasiado duro con ellos, y al fin y al cabo la prensa esgrimía en la pequeña ciudad un poder de información considerable. Por eso, aunque ella también les guardaba rencor por la manera en la que habían hablado de su hijo durante el juicio, procuraba hacerse cargo de las llamadas para poder rechazar las entrevistas que les ofrecían con algo más de tranquilidad, pero con la misma firmeza que su esposo.

También llamaron algunos vecinos y familiares. Linda y Joseph no tenían una vida social demasiado extendida, y no eran cercanos ni a unos ni a otros, así que no había problema en despacharlos sin miramientos en cuanto empezaban a preguntar, sin duda atraídos por el morbo de haber conocido a un criminal tan peligroso. No les importaba que el aplastante peso de las pruebas hubiesen obligado al juez e incluso a la acusación a admitir que Matthew era perfectamente inocente, ellos seguían no tan secretamente emocionados por todo el bullicio mediático que el caso había supuesto para la ciudad.

Un par de veces llamaron del juzgado, y de la penitenciaría. De estas llamadas se encargó Joseph, porque Linda no tenía fuerzas (ni quería tenerlas) para explicarle a nadie que no, no tenía ni idea del paradero de su hijo, ni se había conseguido poner en contacto con él, y que desde luego no sabían si iba a volver a casa, ni cuándo. Por tanto, Joseph se encargó de hablar con el alcaide de la prisión, e incluso de ir a recoger los efectos personales que Matthew había dejado allí. Cuando regresó a casa con ellos, Linda se echó a llorar, y se negó a buscar respuestas en la caja de cartón que contenía las pertenencias que su hijo había acumulado durante los tres años que pasó en la cárcel.

Linda se preguntaba continuamente por qué seguía respondiendo, si cada vez que colgaba el teléfono no podía contener las lágrimas. Incluso Joseph, hombre parco en palabras y gestos, procuraba confortarla después de cada llamada, susurrándole al oído frases alentadoras y de esperanza, hasta que conseguía calmarla y convertir su llanto en silenciosos sollozos. A veces incluso conseguía arrancarle alguna sonrisa recordándole historias de su noviazgo. Pero esas historias siempre terminaban por llevarles a su boda, y esa boda a Matthew, que había nacido año y medio después. Cuando llegaban a ese punto, se quedaban los dos en silencio, abrazados en el sofá, con la mirada fija en la descolorida alfombra en la que su hijo había pasado horas jugando con sus dinosaurios de plástico.

Su hijo siempre había sido un chico solitario, desde pequeño, por eso sus padres no se sorprendieron demasiado cuando, al llegar al instituto, no hizo demasiados amigos. Habían intentado animarle a relacionarse con sus compañeros, pero Matthew se había limitado a encogerse de hombros y a asegurar que no necesitaba la compañía. Era tranquilo, no se metía en líos ni fuera ni dentro de las clases, así que Joseph y Linda dejaron de preocuparse y aceptaron sin más que su hijo no era como los demás.

La gente también lo había asumido, y no parecían tener ningún problema con ello hasta muchos años después. Su hijo había acabado el instituto y estaba trabajando con su padre cuando la policía llegó al taller en el garaje de la casa familiar para detenerle. El juez había enviado inmediatamente a Matthew a la cárcel tras un rápido juicio, y sus padres habían quedado devastados, sin poder creerse que su niño hubiese sido capaz de cometer crimen alguno.

Tres años y un nuevo departamento de policía después, sin embargo, habían aparecido nuevas evidencias, suficientes para repetir el juicio y para probar la inocencia de Matthew. Su salida de prisión fue tan repentina como lo fue su ingreso, pero el joven no había vuelto a casa, y sus padres no lo habían visto desde que el juez le dio permiso para ir libremente.

La prensa y los curiosos no cejaban en su empresa de colapsarles la línea telefónica, pero habían pasado ya unas semanas, y debían haber llegado a la conclusión de que incluso los padres de un exconvicto tienen necesidad de descansar. Las llamadas comenzaron a limitarse de nueve de la mañana a diez de la noche, un extraño último gesto de buena educación de quienes habían dejado de tenerla desde el momento en que Matthew apareció en los periódicos. Joseph se acostaba enseguida, pero a Linda cada vez le costaba más conciliar el sueño, así que había comenzado a releer los libros que su hijo había ido pidiendo por Navidad durante su infancia, que ahora cogían polvo en un rincón de su habitación. Eran una colección de aventuras ingenuas llenas de finales, y alejaban por un rato sus pensamientos de los lugares oscuros a los que tendían a ir esos días.

Una noche de martes, mientras Linda leía, el teléfono sonó con fuerza en el piso de abajo. Sobresaltada, miró al reloj y comprobó que efectivamente eran más de las doce. A su lado, su marido roncaba ligeramente, inmerso en un profundo sueño que le mantenía ajeno al estridente ruido. Linda dejó el libro en la mesilla de noche, se calzó sus zapatillas de estar por casa y bajó las escaleras con parsimonia. Tanta, que para cuando por fin acercó el aparato a su mejilla sólo oyó el bip bip bip de la línea. Con un suspiro, colgó y se dirigió a la cocina para beber agua antes de meterse definitivamente en la cama.

El sonido le sorprendió de nuevo con el pie ya en el primer escalón y la mano en la barandilla. Se giró lentamente, el fastidio impreso en su cara, y miró fijamente al teléfono, casi esperando que el odio en sus ojos lo asustara e hiciera callar, pero el aparato no se amedrentó y continuó con sus fastidiosos gritos. Desde arriba llegó la voz de Joseph, impregnada de sueño, que al encontrar vacío su hueco en la cama la llamaba. Linda se giró resueltamente, dispuesta a ignorar la llamada y a volver con su marido, pero no había subido más que tres peldaños cuando le embargó un extraño sentimiento de culpa. Deshizo su ascenso, corriendo a coger el teléfono, y ante el silencio de su interlocutor inició el dialogo con un "¿diga?".

Al otro lado de la línea, desde una destartalada cabina en una gasolinera perdida en alguna carretera secundaria, un hombre joven de aspecto algo demacrado respondió, con lágrimas en los ojos.

"¿Mamá?"

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