domingo, 22 de enero de 2012

Maldito enamorado




El viento turbaba y enturbiaba la noche. Noche fría. Noche oscura. Noche de invierno. La luna era ella. Ella era la luna. Y él… él solo era un hombre. Débil. Subyugado. Maldito. Enamorado.
Los ojos del bosque estaban cerrados. Dormían o temían. Luna llena, hombre lobo. Poderoso y débil. Libre y subyugado. Maldito enamorado. Su amor estaba arriba. Blanco. Limpio. Diabólico.
Él era un pobre esclavo. Pero amaba. Amaba tanto que su podrido corazón le quemaba. Su corazón no quería amar. Pero el sí. Y todavía quedaba un poco de él en su corazón. Y esa parte añoraba sus caricias. Blancas. Limpias. Diabólicas.
Ella llenaba el cielo. Cielo negro y traicionero, como el mar. ¿Qué mar? Él no recordaba ningún mar. No recordaba nada. Ni si quiera la recordaba a ella. ¿Cómo recordar lo que no conoces? Pero sabía dónde estaba. Su naturaleza se lo decía. Su instinto se lo marcaba.
Y sin embargo, él era un hombre, y ella la luna. Blanca. Limpia. Diabólica. Él no se atrevía, y por eso moría cada noche, y vivía como un muerto cada día. Él la llamaba. No sabía que lo hacía. Pero así era. La llamaba. La buscaba.
Pero algo en su interior le impedía encontrarla. Odio. Odio profundo, odio irracional, odio animal. ¿Acaso los animales odian? No, odio animal no. Odio humano.
Porque él la amaba, temía, servía, odiaba. Y sufría. Sufría mucho. Sufría siempre. La luna le atraía. Las noches eran luna. Noches blancas. Limpias. Diabólicas.
Y él amaba a la noche. La amaba y la odiaba. Débil. Subyugado. ¡Maldito enamorado! Hombre. Sólo. Solo.
“Dulce miel, corazón”
Madrid, 27 de Noviembre de 2011
EDITADO (22 de Mayo de 2014)

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