lunes, 23 de abril de 2012

BLANCO. Concurso Literario 2012




No quería morir. Dejar la vida, tal vez. Pero no morir. La muerte asusta. La vida, también. ¿Qué hay entre ambas? Quería dejar de vivir. Un mes, un año, un siglo. Pero no morir.

Abrió los ojos. Blanco. La luz los inundó, y redujo su pupila a una manchita en el fondo del mar. No podía ver más. Sólo blanco. Ilimitado. Infinito. No había nada en el aire. Ni una voz, ni un sonido, ni el susurro de una máquina. Ni un olor, ni un perfume, ni el aroma de una vida.

Palpó con las manos el suelo. Era duro, frío, blanco. Aunque no podía verlo, tenía que ser blanco. Todo allí era blanco.

Un temor invadió de pronto sus pensamientos ¿Dónde estoy? ¿Estoy vivo? ¿Estoy muerto? ¿Podré salir de aquí? Levantó las manos, y con cuidado las llevó por encima de su cuerpo. Algo las frenó pronto. Un techo, una cárcel, una tumba. El blanco no era infinito. De hecho acababa apenas cincuenta centímetros sobre su cabeza. Pudo oír el sonido de su corazón aleteando, pugnando por escapar de la claustrofobia que comenzaba a trepar por sus pies. Piernas. Rodillas. Caderas. Pecho. Brazos. Cuello, garganta, boca. “¡Ah!”

Un fuerte grito nació y murió en un segundo. Sólo quedaron en su funeral jadeos angustiados. No podía salir. No había muerto, pero lo haría. Porque aún tenía vida, sin duda alguna.

Los últimos suspiros abandonaron el cementerio.

Respiró hondo.  No era la peor muerte que se había imaginado. No había dolor. No había fuego, ni agua. No había lamentos ni pésames. Sólo había tiempo, blanco e infinito. ¿Cuánto tardaría? ¿Cuánto tiempo precioso gastaría en morir? Le faltaba tiempo. Había dejado mucho por acabar, pero en realidad tampoco hubiera querido hacerlo. Pensándolo bien, la muerte no era tan fiera como la pintaban. No sentía desesperación, ni angustia, aunque tenía la certeza de que la historia iba a prescindir de su vida para seguir marchando. Con resignación bajo los brazos del techo y los colocó bajo su cabeza. Algo tenía que hacer para esperar. No podía limitarse a seguir yaciendo, sin más. Podía cantar…no, eso sería demasiado frívolo. Y todas las palabras con rima habían volado de su cabeza, escapando por sus oídos cual efímeras mariposas que, una vez maduras, dejaban su capullo para volar efímeras.



Podía silbar. Recordaba las canciones. Las melodías más suaves, más dulces, y también las más salvajes y furiosas. Escogió una de las primeras y comenzó.  Pero no pudo acabar. La marea había crecido. Sus ojos se habían inundado. Un millón de lágrimas cayeron bajo el brazo de la ley. La inapelable ley de la gravedad. Claro que tenía miedo. Había sido una tontería tratar de negarlo. Sentía un vacio en el pecho, entre las costillas, como aquel que sólo su madre sabia curar. Un abrazo habría bastado. Pero nadie había allí para administrar la medicina. Y no había ningún placebo posible para esa dolencia. De pronto se sintió como un bebé. Un bebé indefenso, mudo, ciego. No, ciego no. Podía ver blanco. Aunque quizá esa fuera ceguera ¿Se había vuelto blanco su cuerpo?

Sus ojos se abrieron, atemorizados ante esa posibilidad. Rápido llevó frente a ellos su mano, que recibió el suspiro de consolación de quien había perdido todo y aun se aferraba a lo que apenas le pertenecía. Otra duda. Como un tambor en su cabeza. Pom. La mano está. Pom ¿y el resto? Pom.

Cautelosamente levantó la cabeza del suelo. No quería un golpe. El rojo no hubiese quedado bien junto al blanco. Vio los deditos de sus pies. Sus uñas estaban recortadas, tal y como las recordaba. Lo que no recordaba era estar sin calzar.

Apoyó los codos en el suelo. Su cuerpo estaba cubierto por una túnica. Blanca. Pero bajo ésta se adivinaba sin cambios, tal y como el recuerdo.

Se llevó una mano al pelo. Igual que siempre.

Volvió a apoyar la cabeza en el  suelo. Ahora tenía la certeza de ser quien siempre había sido. Pero ese no fue un pensamiento reconfortante. La muerte vendría. Esa persona que recordaba, que había visto en los ojos de los demás, volvería con ella a su reino de oscuridad. Pensándolo bien, un poco de oscuridad vendría bien. Tanto blanco empezaba a resultar agotador… ¡No! No se resignaría de nuevo. La resignación traería lágrimas de equipaje de mano. Y no quería llorar más. Entonces, llegó la muerte. Vestida de blanco, como una novia en busca de un marido que trata de huir. La ceremonia había empezado.

Antes del beso eterno que sellaría su final, pidió un deseo. La muerte no se lo negó, y un espejo apareció entre sus manos. Lenta, temerosa, temblorosamente lo llevó frente a su rostro. Y allí estaba. Las lágrimas habían dejado surcos rojos a los lados. La desesperación hacia a su labios de gelatina. Pero las lunas negras que solían adornar sus ojos habían desaparecido. El negro no tenía lugar allí.

Bien. Ya no cabía la menor duda. Ya no podría alegar desconocimiento. Ya no tendría atenuantes que usar en el juicio del eterno jurado. Cerró los ojos. Trató de esbozar la sonrisa con la que siempre soñó que moriría. No pudo. Desistió.

El aire escapaba de su nariz, y ya no quería volver a entrar. Se ahogaba. Por cada nuevo intento de inspiración se marchaba un cachito de vida.

Sh… Calla. Sólo un momento… ¿qué era eso? Tic. Tac. Tic. Tac. Un… ¿un reloj? Si, si, ya recordaba el nombre. Pero no su función. Sabía que un día sirvió para contar segundos. Sabía que después contó suspiros, luego caricias. Y ahora ¿qué contaba? Contaba historias. Tic. Tac. Historias de vivos y muertos. Tic ¿De dónde venía? Tac. Cayó en la cuenta. No había visto aún los laterales de su lecho de muerte. Imperdonable error. Giró la cabeza a la izquierda. Blanco. Se perdieron las esperanzas. Pero quedaba otro lado. Derecha. Blanco. Tic. Blanco. Tac ¿Blanco? El sonido crecía, se hacía grande, martilleaba sus tímpanos. Tic. Tac. Tic. Tac. no, ¡no era blanco! Se arrastró precipitadamente fuera del hueco. Tic. Tac. Cayó, y mientras caía, cayó en el sueño más profundo. Tic. Tac.

Abrió los ojos. Blanco. La luz los inun… No. No era blanco. Era negro. No tampoco. Ni claro ni oscuro. Había muchos colores. Una lámpara en el techo, cuadros en las paredes, una cama deshecha…. ¿Qué hacía en el suelo?

Tic. Tac. Tic. Tac.

Y el reloj abandonó su oficio de cuentacuentos, comenzando a gritar furiosamente las noticias con las que el mundo había desayunado.

2 comentarios:

  1. Me ha encantado Ana: original y bien escrito... Simplemente precioso :)

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  2. Gracias (por cierto, visitad todos el blog de moda de esta señorita) XD

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