Una vez
empiezas a escribir ya no puedes parar. Siempre que lo que escribes sean tus
pensamientos. Déjalos fluir, te abrumarán. Descubrirás cosas en tu interior que
jamás imaginaste tener. Vislumbrarás una vía de escape, un punto de fuga, una
salida a tu desazón. Tu sufrimiento se mitigará, las palabras lo coserán, lo
envolverán y te lo harán tragar en forma de dulce píldora.
Pero, ahora
que escribes, tendrás que llevar siempre un bolígrafo y un cuaderno a mano. Las
palabras, sin previo aviso, martillearán tus sienes de vez en cuando, tus oídos,
tus labios, pugnando por salir en forma de torrente descontrolado. Un chorro de
sustantivos, verbos y adjetivos que desean llenar esa hoja en blanco que has
guardado.
Si no lo
haces, si no cumples los deseos de las palabras, ellas te castigarán. Primero
se irán de tu mente, dejándola vacía, yerma, inerte, libre para esos oscuros
pensamientos que combatías con ellas. Esos pensamientos invadirán hasta el
último rincón de tu cuerpo, campando a sus anchas.
Después, en tu
estómago, la píldora se romperá en mil pedazos que bombardearán tus entrañas
con lanzas de dolor, ira, furia, miedo, duda.
Sentirás que
tu mirada se nubla, y que aun así ves. Que tus labios se secan, y tu lengua se
acartona, y aun así hablas. Que tus oídos se embotan, que tus tímpanos
explotan, y que aun así puedes oír.
Entonces, a
tientas, tu mano buscará en tu pecho la llave de su salvación: un pequeño
lapicero. Cuando tus dedos le rodeen, se volverán fuertes y seguros, y ya serán
capaces de encontrar el papel. Temblando todavía, lo desplegarán, lo alisarán,
lo tantearán.
Y ahora, es el
momento en el que las palabras vuelven a tu mente arrepentida, al principio con
la timidez del rencor, pero luego valientes.
Y así, sólo
así, calmarás tu ansiedad y tu soledad… hasta que dejes de escribir.
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