Recostada sobre la barra. El vaso queda al lado de mi oreja, y oigo con detalle los chasquidos del hielo mientras el alcohol penetra en sus grietas. Es sólo un 43 con lima, bastante inocuo, poco efectivo. Pero ese sonido me encanta. Suena a peligro que acecha, a fin de una era, a lo irreversible. El último sorbo ha sido hace ya un rato, pero el sabor dulzón de la bebida sigue aquí, conmigo, delicado en los labios, suave en la lengua y atenazador en la garganta. Como una gran masa de nuevos reproches color ámbar que han bajado hasta encontrarse con los locales, han hecho buenas migas y han unido esfuerzos para atormentarme.
Otro trago. Ya solo flotan cuatro cubitos tristes. El vaso
es grande, no de los de cubata. Meto la nariz mientras bebo. Huele a esperanza,
pero es de mentira. En realidad huele a vacío, y al vicio del aire y de la
carne. Pero es tierno, y delicado, y de algún modo ha logrado calmar el mar
azul furioso en el que estoy metida hasta el cuello. Hay un espejo frente a mí.
No me gusta lo que veo. Supongo que eso ya no importa.
Madrid
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