Dijimos tantas cosas y no dijimos nada. Yo aún hablo en
sonetos, tú pasaste de la lira al verso libre. Cada vez que no te cuadraba la
métrica, yo arrugaba la nariz y tú suplicabas condescendencia. Mis catorce
versos entraban como relojes, ritmo perfecto, rima consonante, una aliteración de vez en cuando. Tú sólo respondías con cinco.
Al principio me bastaba, al principio eran mis joyas, con
metáforas y símiles, y sinestesias e hipérboles, y yo me moría de amor cada vez
que hablabas. Pero al poco, lo abandonaste, a mí y a la poesía. Tú, y tus gafas
de bohemio envuelto en humo, y tus versos inacabados, tus sinalefas y sinéresis
cogidas por los pelos, y tus rimas que ya ni eran asonantes.
Decidí dar un final a ese poema. Tú intentaste chapurrear un
último siete once, siete siete once, pero estabas oxidado. Nos dimos la mano,
un verso de adiós y la vuelta, y cada uno siguió su camino. No negaré que fue
difícil.
Pero en fin, el tiempo pasa, y también pasa la vida. He
leído mucha prosa desde entonces, y he enviado muchas cartas. Al final me he
dado cuenta de que es el verbo el mayor don de los hombres y que, pase lo que
pase, siempre quedan más palabras.
Hola Ana. Me gusta este diálogo de métricas incompatibles. Ojalá tu interlocutor, sea quien sea, aprenda a cuajar endecasílabos con su acento en la sexta. Eso siempre suena bien y empastaría con tus sonetos. No te preocupes por la rima: viene por añadidura cuando menos se la espera
ResponderEliminartu tío J.