Los vegetarianos son tan antiguos como la vida misma. Bueno, quizá los hombres primitivos no se planteaban la dignidad del mamut o del dientes de sable y se limitaban a lancearlos y a comérselos satisfechos, pero los primeros apoyos firmes que aquellos han encontrado para su particular cruzada herbívora datan del siglo VI antes de Cristo, y es que han encontrado en el ilustre filósofo y matemático Pitágoras un militante en sus filas, basándose en la siguiente cita del mismo: “Mientras los hombres sigan masacrando a sus hermanos los animales, reinará en la tierra la guerra y el sufrimiento”.
Según parece,
fue a finales del siglo pasado cuando esta dieta que excluye todo alimento
procedente de animales, incluyendo leches y huevos, se popularizó, y sus
acólitos pueblan el mundo predicando su doctrina de amor, tomate y brócoli. Los nuevos adeptos no suelen abrazarla de la noche a la mañana, sino
que siguen un proceso gradual: nivel uno, eliminar carnes rojas; nivel dos,
eliminar pescados azules; nivel tres, eliminar las tortillas amarillas. Es, al
fin y al cabo, como uno de esos videojuegos de plataformas: salto, arriba,
abajo, ¡combo! ¡Esquiva esa albóndiga! Ah, no, es de tofu. ¡Cuidado con ese
Burger!... Y la plataforma final es esa nueva tendencia, el veganismo, que
evita la crueldad de asesinar a Hermana Zanahoria y a Hermano Rábano, y sólo
los consumen una vez muertos a avanzada edad (previo consentimiento de las
familias, evidentemente).
Vista así, la
vida de un vegetariano ha de ser una aventura. Diariamente debe evitar las
tentaciones del mundo cotidiano: esas tartas aparentemente inofensivas que trae
tu compañero de trabajo pero que –¡Traición!– fueron elaborada con mantequilla
animal, en lugar de con agradable margarina. ¿Un café? ¡Ni hablar! ¡Aparta de
mi boca esa leche robada al tierno ternerito! Prefiero, mil veces,
arrebatársela a la soja.
Independientemente
de todas las ventajas lúdicas que el vegetarianismo puede traer a la dieta, que
no son pocas, a mí no termina de convencerme. Y más cuando paseando por Callao
me encuentro un puesto de defensa de la dignidad animal, que me acusa de
homicidio, tortura y asesinato, y me insta a abandonar mi vida de pecado y a
convertirme a su moderna y verde religión. Lejos, sin embargo, de sentirme
ofendida, yo, que aún no he matado a nadie, no puedo menos que sonreír mientras
doy un señor mordisco al bocadillo del Orgullo Nacional y me alejo de ese
púlpito callejero que, por cierto, tampoco ellos pueden catar.
Ana Baraibar Jiménez. 2º Bach B
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