jueves, 28 de febrero de 2013

Llamadme rara, yo como lo que quiero.




Los vegetarianos son tan antiguos como la vida misma. Bueno, quizá los hombres primitivos no se planteaban la dignidad del mamut o del dientes de sable y se limitaban a lancearlos y a comérselos satisfechos, pero los primeros apoyos firmes que aquellos han encontrado para su particular cruzada herbívora datan del siglo VI antes de Cristo, y es que han encontrado en el ilustre filósofo y matemático Pitágoras un militante en sus filas, basándose en la siguiente cita del mismo: “Mientras los hombres sigan masacrando a sus hermanos los animales, reinará en la tierra la guerra y el sufrimiento”.
Según parece, fue a finales del siglo pasado cuando esta dieta que excluye todo alimento procedente de animales, incluyendo leches y huevos, se popularizó, y sus acólitos pueblan el mundo predicando  su doctrina de amor, tomate y brócoli. Los nuevos adeptos no suelen abrazarla de la noche a la mañana, sino que siguen un proceso gradual: nivel uno, eliminar carnes rojas; nivel dos, eliminar pescados azules; nivel tres, eliminar las tortillas amarillas. Es, al fin y al cabo, como uno de esos videojuegos de plataformas: salto, arriba, abajo, ¡combo! ¡Esquiva esa albóndiga! Ah, no, es de tofu. ¡Cuidado con ese Burger!... Y la plataforma final es esa nueva tendencia, el veganismo, que evita la crueldad de asesinar a Hermana Zanahoria y a Hermano Rábano, y sólo los consumen una vez muertos a avanzada edad (previo consentimiento de las familias, evidentemente).
Vista así, la vida de un vegetariano ha de ser una aventura. Diariamente debe evitar las tentaciones del mundo cotidiano: esas tartas aparentemente inofensivas que trae tu compañero de trabajo pero que –¡Traición!– fueron elaborada con mantequilla animal, en lugar de con agradable margarina. ¿Un café? ¡Ni hablar! ¡Aparta de mi boca esa leche robada al tierno ternerito! Prefiero, mil veces, arrebatársela a la soja.
Independientemente de todas las ventajas lúdicas que el vegetarianismo puede traer a la dieta, que no son pocas, a mí no termina de convencerme. Y más cuando paseando por Callao me encuentro un puesto de defensa de la dignidad animal, que me acusa de homicidio, tortura y asesinato, y me insta a abandonar mi vida de pecado y a convertirme a su moderna y verde religión. Lejos, sin embargo, de sentirme ofendida, yo, que aún no he matado a nadie, no puedo menos que sonreír mientras doy un señor mordisco al bocadillo del Orgullo Nacional y me alejo de ese púlpito callejero que, por cierto, tampoco ellos pueden catar.

Ana Baraibar Jiménez. 2º Bach B 

No hay comentarios:

Publicar un comentario